Los refugios se asocian a dos conceptos casi antagónicos: la supervivencia -durante una guerra o catástrofe natural- y el renacer emocional, otro tipo de supervivencia. Ambas situaciones tienen en común un parón, la detención de casi todo -salvo el tiempo, claro- y un cambio de vida, temporal o decisivo. También un desprendimiento de lo material y una demanda de lo esencial derivada de la huida o de la búsqueda de una mayor introspección.
En una época en la que en el mundo hay más de 43 millones de refugiados, el desespero por sobrevivir de esa parte de la población contrasta con la necesidad de apartarse del mundo que sienten buena parte de la otra. Aunque podría parecer que tienen puntos de partida distantes, no se trata de urgencias contrapuestas. Los cobijos de los refugiados, sus habitáculos temporales, representan la domesticación de la supervivencia, cuando, por fin, logran detener su huida en un campamento que los acoge. Como pequeñas ciudades, esos campos, en Sudán, Kenia, Grecia o Jordania, superan a veces los 15.000 habitantes. Son por lo tanto, ciudades no tan de paso -la media de permanencia según ACNUR oscila entre los 10 y los 15 años-. Esos tiempos convierten los campos, y los propios refugios, en lugares de transformación tanto como de supervivencia. Así, aunque nazca de motivos incomparablemente distantes, también es esa metamorfosis extrema la que busca en los refugios quien, paradójicamente, no tiene que sobrevivirse más que así mismo, a un duelo, a malas rachas o a una serie de decisiones equivocadas.
En el aislamiento para el autoconocimiento fue pionero San Jerónimo -que vivía con la única compañía de un león, al que había amansado curándole las heridas (qué hermosa lección)-. Pero el que más célebremente escribió sobre el distanciamiento del mundanal ruido, vale decir sobre el refugio de la naturaleza, fue Henry David Thoreau. Lo hizo a mediados del siglo XIX, tras a irse a vivir a una cabaña de madera que él mismo había construido junto al lago Walden, no lejos de Concord, en Massachussets.
La cabaña de Henry David Thoreau.
Permaneció allí dos años, dos meses y dos días. Y aprendió que "el hombre es rico en proporción a la cantidad de cosas de las que puede prescindir". En Walden escribió que en su casa había tres sillas: una para la soledad, dos para la amistad y tres para la sociedad. Ese mismo espíritu, de descubrimiento de la naturaleza - y de reencuentro con uno mismo-, de despojamiento de lo superfluo y de búsqueda de una verdad, ha llevado a muchas personas a procurarse un refugio, físico y psíquico. Y a muchos arquitectos a trabajar la idea de lo indispensable. (...)
Lo esencial es lo mejor de lo básico. A ese ámbito pertenece la cabaña más famosa de la de la historia de la arquitectura. Se conoce así, Cabanon, está en Cap-Martin, frente al Mediterráneo francés. Mide poco más de nueve metros cuadrados. Amueblada con una mesa, dos cajones que hacen de taburete, una estantería y un lavamanos (la ducha está fuera), tiene el suelo pintado de amarillo y el techo de rojo y verde. La firmó y la utilizó el arquitecto más relevante del siglo XX, Le Corbusier. Su único lujo era un mural, que él mismo pintó, con una vista sobre la bahía.
Levantado con troncos de madera en 1951, el Cabanon tiene tanto de autoconstrucción como de cálculo. Es a la vez refugio y legado. Le Corbusier pasó allí 16 veranos de su vida. El último, el de 1965, murió ahogado frente a su casa. Después de un funeral en la Cour Carrée del Louvre fue enterrado en el cementerio de ese pueblo, Roquebrune...
Anatxu Zabalbeascoa. El País Semanal, 9 de mayo de 2025.
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