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| Homenaje a las víctimas de los atentados yihadistas del 16 de noviembre de 2015. (Etienne Laurent/EFE) |
Al día siguiente, las calles de mi barrio están vacías. La policía sigue buscando a uno de los terroristas, Salah Abdeslam. Muchas empresas han pedido a sus trabajadores que no acudan a sus oficinas. Todos tememos un nuevo atentado. En el metro, la tensión es palpable. Ya nada resulta familiar en unas calles que, hace solo unas horas, estaban manchadas de sangre. Tengo la impresión de haber perdido la inocencia, el sentimiento de protección que me daba un país y unos valores que siempre me habían hecho sentir libre. Como mucha gente repaso una y otra vez la lista de las víctimas esperando no reconocer el nombre de nadie. Leo de forma casi compulsiva los testimonios de los supervivientes. Sus relatos son dantescos. Despierto por la noche pensando en esos cuerpos inertes apilados, como si fuera una fosa común y no la pista de una sala de concierto. Lo único que me consuela es la increíble s unidad nacional que se vive, una solidaridad que el país nunca había experimentado, ni siquiera después del atentado de Charlie Hebdo.
Diez años después, esa sensación de irrealidad me sigue acompañando viendo estos días las las conmemoraciones, y, sobre todo los relatos de los "casi vivos", como se define a sí misma Aurélie Silvestre. Esta mujer de 44 años, cuya historia en su día me impacto profundamente, estaba embarazada de su segundo hijo cuando se enteró de que su marido había muerto en el Bataclan. Tras la tragedia, Silvestre tuvo que sobreponerse al dolor por amor a sus hijos y escribió dos hermosos libros que les dedicó. Hoy comparte su experiencia en las escuelas y en cárceles. Como ella, no son pocas las víctimas que eligieron trasfigurar el trauma y el dolor, ya sea a través del compromiso asociativo, la escritura o las charlas en colegios.
Aunque no todas tomaron ese camino. Otras, como mi amiga Adelaïde, sintieron que la única forma de no derrumbarse era seguir con su vida. O al menos, intentarlo. La noche del 13 de noviembre estaba fumando un cigarrillo de pie junto a unos amigos en la terraza del bar Le Carillon, en el distrito x de la capital, cuando los terroristas empezaron a disparar. Al detenerse la primera ráfaga de los Kaláshnikov, se levantó de debajo de la mesa donde se había refugiado y corrió a toda prisa, pisando manos y piernas , en un estado de total disociación. Esa noche murió uno de sus amigos. La culpabilidad por haber sobrevivido se transformó en una exhortación a no derrumbarse. A seguir con su vida. Los años venideros los atravesó como anestesiada, con sueños recurrentes en los que los terroristas la perseguían y siempre conseguían dar con su escondite. Conoció al padre de sus hijas y empezar una terapia la ayudó a superar el trauma. Hoy su vida diaria ya no es un tormento, pero admite: "Nunca hay un final para las víctimas". Ni puede haber olvido para una noción que, diez años después, sigue buscando la forma de convivir con ese trauma.
Carla Mascia. El País, viernes 14 de noviembre de 2025.



















