Visualmente, Drácula es un festín. El autor se recrea en su estética gótica, con escenarios que rozan lo fantástico y una puesta en escena cuidada casi en exceso. Y en el centro, Caleb Landry Jones, que se marca un personaje intenso, inquietante y humano. Si imagen anciana impone desde la calma absoluta, mientras que su yo más joven desborda angustia. La química con Zoë Bleu sostiene el núcleo emocional y da al conjunto un aire de melodrama trágico que recuerda la memorable adaptación de Coppola.
Pero la narración avanza a trompicones. Besson recorre siglos de historia a toda pastilla, dejando a tipos secundarios (caso del sacerdote de Christoph Waltz) sin apenas desarrollo. Si bien Waltz está soberbio, su rol parece más una herramienta narrativa que alguien con vida propia. A eso se le suman decisiones tonales discutibles, un montaje de baile que no viene a cuento y unas gárgolas CGI sacadas de una vieja versión de El jorobado de Notre Dame que terminan funcionando de alivio cómico. Hay escenas que alargan el metraje, haciendo que la película se resienta en su último tramo. No llega a aburrir, aunque lamentas que no tuvieran el valor de sacar las tijeras.
Funciona como placer culpable para los fans del romance gótico: es exagerada, melodramática y, a veces, ridícula... pero seduce. Con todo, la corona sigue estando en 1992: Gary Oldman continúa siendo el único Drácula del que deberían seguir tomando apuntes.
Álvaro Veleiro. La Voz de Galicia, domingo 23 de noviembre de 2025.
