Haruki Murakami para titular su libro, De qué hablo cuando hablo de correr,
se inspiró en el título del volumen de relatos cortos de su venerado escritor Raymond Carver, De qué hablamos cuando hablamos de amor. Por mi parte yo me atrevo a tomar de su título casi todo, cambiando únicamente el verbo correr por el verbo tejer. Si para él el hecho de correr es vital, para mí lo es el de tejer. Y no es solo una imagen, es real, tejo, hago crochet. Es otra de las herencias que me dejó mi madre, de las largas y quietas tardes de verano en el souto de la aldea de mi padre. Aprender a bordar, antes lo hacíamos todas las niñas en el colegio, fue bastante duro para mí, y más de una vez mis pañitos de vainica y filtiré acabaron hechos un churro, cubiertos de lágrimas de rabia y de impotencia ante el resultado final. Nada qué ver con el crochet, un puro placer para mis manos. Lo abandoné en los años en que estaba mal visto que una chica como yo supuestamente progre y vanguardista perdiese el tiempo en esos marujeos. Yo me dejaba llevar en casi todo, pero algo dentro de mí se movía inquieto preguntándome bajito: ¿por qué? Esa mezcla de sumisión y rebeldía fue lo que me salvó. Después del nacimiento de mi hija y ya mientras la esperaba volví, casi en secreto, a mi ganchillo y a los hilos, unos muy finos y suaves, otros más gruesos, de todo los colores, dominando los pasteles y los negros. Sin ser consciente, sin ver el simbolismo que encerraba me lancé a hacer chales, uno para cada amiga. Imaginen los kilómetros tejidos, teniendo en cuenta que, con frecuencia, me dejaba llevar por la primera impresión y sin conocer realmente a la persona, le ofrecía el chal antes del chasco. Una de mis amigas, francesa de nacimiento y española por elección, Marie Jo Lemarchand, escritora y traductora de joyas como “la Cité des Dames” de Christine de Pisan o el Viaje de San Brandán me reveló a finales de los 80, el simbolismo de la red que iba tejiendo: “Quieres a alguien y al momento tienes miedo de perderle, haces tu malla para retenerle y no solamente se unen a ti sino que entre ellas acaban sujetas entre sí”. La huella de la ausencia de mi madre primero, de mi padre después, del hermano al que veía poco, de la hermana que no tuve, de la abuelas y abuelos que no conocí, esa necesidad del afecto que veía en los demás me llevó a tejer esa tela tan hermosa, tan dispar, suave, cálida de la amistad. Mi propia debilidad me empujó a hacerlo. “C’est la faiblesse de l’homme qui le rend sociable”(J.Jacques Rousseau ). Ya latía mi proyecto, que tanto tardó en surgir, de hacer chales con mis textos, de acercarme a “el otro” por la palabra. Según contaban en mi casa, desde muy pequeña me gustó hablar, muchas veces sola, mi hermano no me hacía siempre caso. Aún así la mayoría de los juegos que compartíamos tenían como núcleo la palabra. Aficionados al teatro, reproducíamos escenas de profesor-alumnos en la clase, también los sermones de los oficios religiosos del solemne marco de San Rosendo de Celanova. Así con ese bagaje me abrí al mundo de la amistad. Hace casi dos años cuando deje la presidencia de la Asociación de Profesores de Francés escribí un artículo de despedida que titulé “La ronde” “La Rueda ”, parafraseando el poema de Paul Fort donde agradezco el apoyo que siempre tuve de toda la Asociación , lo que me permitió alimentar ese movimiento de profesores durante 20 años en los que traté de cumplir el enunciado de Kant: “La amistad es un deber”. Desde estas premisas me gustaría escribir los textos a ustedes dirigidos, pequeños retazos de vida, unidos, cosidos con la amistad. Gracias por permitirme agrandar mi chal, esta vez sin el ganchillo, con la pluma, para poder observar y volver a recrear la gran malla de la vida.
C.G.T.
Miércoles 21 de septiembre de 2011
Miércoles 21 de septiembre de 2011
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