Para Elvira Formoso que me acompañó a Limoges
Supongo que más de una vez habrán pensado que hay lugares que juegan un papel destacado en nuestras vidas, bien porque los asociamos a algún acontecimiento importante para nosotros, bien porque parecen ser los detonantes de ese acontecimiento. Son sitios dotados de una luz particular, con una belleza difícil de explicar para aquellos que no los conocen. Todos son distintos pero tienen algo en común: “le génie du lieu”. Son esos lugares mágicos que entrañan poderes. Y no solo en sentido positivo, los hay también que saben a desgracia para siempre. Hoy, un día tristón de este octubre que se muere, tal vez si les hablo de un cierto lugar que alegró más de una vez mis días, ahuyentaré la melancolía a la que soy tan propicia.
En los 22 años que llevo viviendo en el lugar de Viduido de Abaixo, en la campiña cercana a Santiago, mis paseos de fin de semana desde mi casa en Las Mimosas al Milladoiro se han convertido casi en una necesidad. Primero fueron una disciplina que me imponía las mañanas de los domingos, para hacer ejercicio. Pronto empecé a disfrutar del olor de la tierra y de las plantas, el viento suave en mi cara, el rumor de un trozo de bosque y sobre todo del encuentro con algunos otros vecinos andariegos. Los primeros 10 años los recuerdo con una cita que no fallaba, el saludo de un paisano, más joven que viejo, con alguna deficiencia mental. Con su sonrisa permanente, su boina, empujaba un destartalado carrito de bebé lleno de leña u otros enseres. Vivía en una casa al borde de la carretera. Nos encontrábamos casi en el mismo punto y a la misma hora, en el tramo de su casa a la iglesia. Deje de verlo hace tiempo. Lo eché de menos, su presencia era un buen augurio para mi semana que empezaba.
En el verano de 2004 todas las potencialidades mágicas del camino se dispararon ante mí, como en la película “Cuando menos te lo esperas”. Llevaba varios años gestionando sin éxito un encuentro con el escritor Manuel Rivas. Mis colegas francesas de Limoges tenían un gran empeño en conocerlo personalmente. Estudiaban con sus alumnos “El lápiz del carpintero”, motivo de su deseo de conocer los lugares de la obra, motivo de su intercambio con nuestro instituto que se repitió durante tres años. Pero el escritor se escondía, se escondía. Se escondía esperando tal vez encontrar la ocasión de mostrarse como le correspondía. Y un día, una mañana nublada cuando volvía a casa con la barra de pan asomando de un cesto verde, regalo de Annie, de pronto le ví, en le camino de Viduido. Apoyado en su coche, con el semblante serio de alguien que se siente perdido. No había nadie más por allí. Le ví desde lejos, dudé de mí misma, deseando en el fondo que no fuese él, sin ganas del asalto al que me veía obligada. “Lo siento por Paloma y Cécile” pensé, “lo saludo y paso de largo, no estoy implicada”. Al llegar a su altura quise acelerar el paso pero él me abordó preguntándome no el camino de Viduido, todavía peor, el camino de Las Mimosas, es decir de mi casa. Le expliqué como pude, nos despedimos y al dar media vuelta oí: “Señora, se vai as Mimosas, se quere, eu podo levala no coche”. Imposible negarme, además ¡qué caramba! demasiadas señales par hacerme la tonta. Lo primero que quise, sentada a su lado, fue preguntarle si era él de verdad. Cuando supo lo contenta que estaba por haberlo encontrado fue amable, cercano. Aceptó la propuesta de reunirse con profesoras y alumnos, me regaló uno de sus libros. Tres meses después volvimos a vernos, el grupo completo, al pie de la Torre de Hércules. Nos dedicó una tarde que terminó firmando uno de sus libros, el que cada uno habíamos elegido. En la primera página en blanco de ¿“Que me queres amor?” me dejó el flash del instante, en forma de flor, lo que fuí para él en el camino de Viduido: “A Carme, unha barra de pan, unha nube de estorniños, unha rosa do vento, un paxe de ourizos do mar”. A Coruña, 5-XI-2004, Manuel Rivas.
C.G.T.
Lunes, 22 de noviembre de 2011
C.G.T.
Lunes, 22 de noviembre de 2011
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