Impresiona, sugestiona recorrer el castillo de Vauvenargues. Por la severidad de los muros. Por el contraste de las paredes ensabanadas que Picasso recubrió como si estuviera en Altamira. O como si fuera su Escorial. Lo adquirió en 1958, y transcurrió allí el período más fértil de su ejecutoria. Hasta su muerte, aunque la vitalidad de la fortaleza y las presencias le sobreviven. Están los pinceles y los botes de pintura. Permanecen en su sitio los caballetes de madera oscura. Incluso aún funcionan los proyectores de luz que el maestro empleaba en su taller cuando la inspiración le sorprendía de noche. No es un castillo-museo ni un santuario fetichista. Aquí viven los herederos de Picasso y se riegan las plantas del salón, rosales y magnolias, naturalezas vivas en un laberinto de equívocos. Ni siquiera el cuarto de baño parece un cuarto de baño. Es un jardín pintado al fresco, un laberinto sensorial que esconde a un fauno. Picasso se lo pintó a Jacqueline para que le hiciera compañía mientras se bañaba desnuda. Dormía el artista en un camastro espartano y tenía en su cabecera la bandera de Cataluña por razones republicanas. Las paredes están desnudas, incluso desconchadas. Hay un teléfono gris, un mayúsculo cencerro y un escritorio de madera que se asoma a la montaña de Sainte Victoire. Que fue donde a Cezanne se le apareció el cubismo y donde Picasso juró lealtad a la vanguardia. La tumba del maestro es tan evidente que parece invisible. Se arraiga en un montículo circular de hierba, desprovista de inscripciones, y de símbolos y fechas. La custodia de la escultura primitiva Mujer oferente. Picasso en realidad la concibió en 1937, igual que el Guernica, y fue su última esposa, Jacqueline, quien dispuso acurrucar al genio bajo el regazo de la matrona de bronce. Por si acaso.
Rubén Amón. Un fin de semana de autor. El Mundo, viernes 13 de febrero de 2015.
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