El narador comenta que las personas que están en el dique detenidas tienen que apartarse ante el avance de la cuadrilla de las muchachas, como si les viniera encima "una máquina sin gobierno". "No necesitaban afectar ningún desprecio por todo lo que no fuese su grupo, porque bastaba con su sincero desprecio", escribe el narrador de A la sombra de las muchachas en flor, y observa enseguida que "estaban henchidas, rebosantes de esa juventud que es menester gastar en algo". Es tan convincente la voz del narrador de Proust, te envuelve y te arrastra de tal manera que, en realidad, es como si fuera el mismo Proust el que observara a esas muchachas y se viera profundamente tocado, embriagado por semejante visión, inquieto cuando se cruzan sus miradas y que percibe que proceden de "ese mundo inhumano en que se desarrollaba la vida de la pequeña tribu, inaccesible tierra incógnita a la que no llegaría yo nunca", dice, "y en donde jamás tendría acogida la idea de mi existencia".
En su trabajo sobre Proust, Edmund White cuenta que en Cabourg (el Balbec de la novela) tenía el ojo puesto en "un grupito de jóvenes guapos a los que enviaba miradas tiernas" y recoge una información de Henri Bonnet, que explicó en un ensayo sobre el escritor que "fue esa banda de muchachos, conocidos casualmente en la playa y obsrevados con febril fascinación, la que inspiró directamente la descripción proustiana del grupo indistinto de muchachas en flor". Lo que esa secuencia atrapa es la irrupción de un intenso deseo por fundirse con la belleza que esas muchachas -o muchachos- derrochan, con su vida. Es un "deseo doloroso", confiesa Proust, por lo que tiene de irrealizable, pero dice también que lo que hasta entonces había sido su vida dejó bruscamente de serlo, que ya solo quería recorrer el espacio que conformaba aquel grupo porque era ahí donde iba a encontrar "esa prolongación y multiplicación de sí mismo que constituye la felicidad".
Cien años después de su muerte, Proust sigue expresando lo que entre tantos pliegues nos define como personas. Yo nunca vi "nada tan bello", escribe, "tan hondamente empapado de vida desconocida, tan inestablemente precioso, tan verosímilmente inaccesible". Aquellas muchachas eran "un ejemplar delicioso y en perfecto estado de la felicidad desconocida y posible de la vida". Por esos encuentros fulgurantes vivimos, y seguimos aguantando gracias a esos momentos de extraña y fugaz felicidad. Proust consiguió darles forma, bendito sea.
José Andrés Rojo. El País, viernes 18 de noviembre
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