martes, 13 de octubre de 2015

La gran dama de los retratos

Con sus pinceles, Élisabeth Vigée Le Brun inmortalizó a los protagonistas del siglo XVIII, uno de los más convulsos de la historia europea. Ahora París conmemora a la retratista predilecta de María Antonieta con una retrospectiva en el Grand Palais. París ardía. Era una de las noches más dramáticas de la historia de Occidente. La revolución había estallado y las cabezas estaban a punto de rodar. No había vuelta atrás. En medio de aquella situación convulsa, la noche misma en que eran apresados el rey y su esposa, la reina María Antonieta, una mujer frágil y bella huía de la ciudad con su hijita para ponerse a salvo. La pintora Marie-Louise-Élisabeth Vigée Le Brun, nacida en París en 1755 y tantas veces autorretratada y retratada, salía deprisa camino de Italia debido a su muy notoria proximidad con la familia real francesa. Empezaba de este modo un largo exilio: primero en Italia, luego en Viena y una estancia de seis años en San Petersburgo y Moscú - donde también fue muy próxima a los círculos zaristas-, para regresar a Francia en tiempos de Napoleón I, después que varias personas intercedieran para facilitar su regreso a la patria, limpia al fin de toda sospecha antirrevolucionaria. Sin embargo, pese a la cálida acogida, no permanecería mucho tiempo en París, tal vez porque su mundo había cambiado por completo. De ahí marcharía hacia Londres, donde el propio príncipe de Gales posó para ella, como tantos otros hombres de la alta sociedad, protagonistas esenciales de la historia. Y luego hacia Suiza, donde pintaría el retrato de Mme de Staël que se conserva en el Museo de Ginebra, una de las representaciones más conocidas de la pensadora del siglo XVIII. Pero Élisabeth Vigée Le Brun era mucho más que la retratista de éxito que, como cuenta en sus Memorias -un testimonio de primera mano para conocer su vida-, no se limitaba a copiar los modelos siguiendo la moda de la época, sino que trataba de mirar hacia dentro, de retratar también el interior. Quizá por ese motivo, una de las representaciones más curiosas de María Antonieta fue la que realizó en 1787, donde se muestra a la reina rodeada por sus hijos, la monarca como madre. Uno de ellos, el delfín -fallecido al poco tiempo- señala una cuna vacía, haciendo alusión a su hermano muerto. Precisamente por el recuerdo infausto de la muerte, María Antonieta quiso esconder de la vista este cuadro de gran tamaño, que acabaría salvándose de las iras revolucionarias...
Estrella de Diego. El País Semanal, domingo 11 de octubre de 2015 

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