domingo, 23 de agosto de 2015

Postales de Salamanca

Siempre me han gustado los viajes de retorno a lugares conocidos. En Salamanca, como creo que ya les he dicho en alguna ocasión, viví tres años decisivos, los tres de mis estudios de Filología Francesa, los comunes, como se decía entonces, los hice en Santiago. Decisivos por la ruptura que significaron con mi vida anterior. Desde el primer momento que me vi en tierra salmantina tuve la impresión de estar en un lugar distinto. Mi padre me acompañó en el primer viaje, a primeros de octubre de 1965, en un tren nocturno desde Orense vía Zamora. Cuando me desperté en la dehesa salmantina, la tierra roja con sus encinas y sus toros entrando por las ventanillas me hicieron comprender que un mundo nuevo me esperaba. Un mundo nuevo al que me costó un tiempo adaptarme. Probablemente lo que más contribuyó a esa sensación de extrañamiento fue el paisaje, la luz, el color... Yo venía de un entorno entre blanco, gris y azul, la ciudad que me acogía era dorada, la piedra de sus monumentos, de sus casas conjugaba todos los tonos de ocres, rosáceos hasta el oro del atardecer. Si tuviese que escoger un lugar de los muchos que por su belleza me atraparon en mis años de estudiante, la iglesia de San Esteban, los Dominicos, que tantas veces vi en el camino de regreso del palacio de Anaya al Colegio Mayor Santa María en la Rúa, es mi preferida. Y en ese decorado descubro en las compañeras con las que vivía en el Santa María una nueva forma de vida, un nuevo tipo de mujer. Mucho más libres e independientes. Responsables en los estudios, casi todas trabajaban, pequeños trabajos con los que financiaban sus gastos, la mayoría becarias, algunas se hacían ropa con los patrones del Burda y por supuesto con inquietudes culturales y sociales. En aquel ramillete de vascas, santanderinas, castellanas, extremeñas yo era la gallega... Salamanca me ofreció, en esos años dorados, un modelo de modernidad que además me abrió las puertas de Francia.
Tardé casi 20 años en volver. Con mi marido y mis hijos en 1989, en vacaciones de Semana Santa pasamos tres días en la ciudad. Mi hijo recuerda cómo le sobrecogió una de las procesiones nocturnas que vimos llegar por el Palacio de Monterrey, y que seguimos por las callejuelas, tenuamente iluminadas, en un silencio solo roto por las cadenas que arrastraban los nazarenos descalzos, hasta el Patio de las Escuelas. La estampa que conservo del viaje es sin embargo otra: Unamuno, su estatua de Pablo Serrano que se levanta en la pequeña plaza  que se forma en la calle Bordadores, entre el el Convento de la Encarnación y la casa donde murió el escritor. Alli nos detuvimos en un banco mientras mi marido respondía a mis preguntas sobre el papel jugado por Unamuno rector en el célebre episodio de la visita de Millán Astray. La estatua fué inaugurada el 31 de enero de 1968. En esa fecha estaba en Salamanca, si me enteré del acontecimiento no lo recuerdo. A veces somos injustos con los jóvenes cuando les reprochamos que no se interesan por la cultura, olvidando que nosotros también fuimos indiferentes a esos actos, que tuvieron que pasar años para que se despertase el apetito de saber, más allá de lo que nos marcaban nuestros estudios. 

En el verano de 1995 acompaño a mis amigos Annie y Jean Pierre Dupouy durante una semana en Salamanca repartida entre la capital y la provincia. Con ellos descubro La Casa Lis, recién abierta al público, en abril de ese mismo año, como Museo d'Art Nouveau y Art Déco. Un palacete privado, construido a principios el siglo XX, a iniciativa de D. Miguel de Lis, un industrial salmantino enamorado del Art Nouveau. El edificio fue expropiado a principios de los ochenta por el Ayuntamiento de la ciudad para salvarlo de la ruina. En 1992 D. Manuel Ramos Andrade impulsa el proyecto del actual museo donando su riquísima colección de artes decorativas a la comunidad de Salamanca. El edificio, su ubicación en la muralla del ciudad, mirando al río, la colección de porcelanas, vidrio, bronces, joyas, muebles, pinturas, configuran un lugar de ensueño, la postal que conservo de ese tercer viaje. Y allí volví en una visita fugaz de fin de semana, invitada por una amiga de origen salmantino en el 2002, año en el que Salamanca compartió con Brujas, la distinción de Ciudad Europea de la Cultura. Ella me llevó a otro lugar hasta entonces solo vislumbrado desde le exterior, oculto tras altos muros, el claustro del Convento de las Dueñas donde compramos unas exquisitas pastas elaboradas por las  monjas que en él habitan.
Mi última postal es reciente. Hace tan solo 10 días  estuve de nuevo en Salamanca. Con motivo de la exposición Coco Chanel y sus amigos, en La Casa Lis, de la que ya les informé (martes, 5 de mayo), una amiga muy interesada en verla me propuso que la acompañase. Una ocasión para añadir la quinta postal a mi album secreto de Salamanca: El huerto de Calixto y Melibea. Situado sobre la muralla, muy cerca de la Casa Lis y del Archivo Histórico es el escenario que Fernando de Rojas eligió para los encuentros de los enamorados. La mañana en que lo visitamos nos pareció un jardín, inaugurado en 1981, muy cuidado, con un huerto donde trabajaba un jardinero. En el silencio y el recogimiento del lugar, desde la altura de la muralla es fácil imaginar por un instante el trágico desenlace de los amantes. El arco de la entrada, abierto en los  muros dorados, es la imagen que guardé.
Hay en la ciudad muchos otros lugares que me esperan, mi deseo es volver y dejarme conmover, por "la ciudad de las piedras de oro, tópico y realidad suprema a la vez", en palabras de Antonio Colinas.
Carmen Glez.Teixeira

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