domingo, 17 de junio de 2018

Cuando llega el adiós

Como todos los años, a finales de mayo, se celebra en los institutos la despedida de los alumnos que en septiembre iniciarán sus estudios universitarios. Aunque es una costumbre bastante reciente, importada de los usos americanos y que algunos de los profesores nos hemos resistido a aceptar como habitual ya que nos parecía algo impostado, forzado, contradictorio con el modo de vivir nuestro, tan poco protocolario, casi irrespetuoso con las normas elementales de cortesía, tengo que reconocer que el acto ha ido mejorando con su ejercicio. Al menos así ha sido este curso. Sobre todo por parte de los alumnos que han presentado una ceremonia mucho más sencilla, con menos boato que las anteriores pero con más naturalidad y frescura. 

Unos momentos de especial emoción también para mí que cuento los días, casi las horas, para decir adiós a mi larga vida profesional, cerca de 48 años que, junto a la familia en que nací, a la que yo formé, ambas también ligadas a la enseñanza, han sido no solo el pilar en el que se sustentó mi vida sino el que la configuró e hizo de mí la mujer que soy hoy. Si bien con el paso de los años fui aprendiendo a controlar mis sentimientos, sigo siendo, por naturaleza, una sentimental. Una sentimental que huye del sentimentalismo y de la sensiblería barata. Pues bien todas estas consideraciones saltaron por los aires ese día de la despedida de los alumnos. Sabía que dos de mis alumnas de años anteriores iban a cantar en francés "Je vole"/Vuelo, la canción de Michel Sardou que interpreta la protagonista de La familia Bélier al final de la película. Habíamos trabajado sobre esa canción en clase, con la que Louane anuncia a sus padres que llega el momento de separarse, que los quiere pero se va, porque vuela, vuela hacia lo que gusta hacer en su vida, vuela, sin dejar de amarlos. Me pareció un texto adecuado para cantar en el acto de la despedida. Propuse a una alumna con un nivel de francés excelente y una bonita voz que lo hiciese acompañada por su amiga y compañera al piano. Pasaron dos años y cumplieron su promesa. El significado de la canción, que iba dirigida a las familias se desvirtuó porque no apareció la traducción en la pantalla como se había previsto. Y porque las dos artistas me la dedicaron a mí con unas palabras iniciales que nunca olvidaré sobre lo que habían aprendido conmigo au-delà/mas allá del francés: la alegría de vivir, la risa, el llanto, el compromiso, hasta que se le quebró la voz... y se esfumó mi templanza...

Porque ese es justamente el legado que quise transmitir a mis alumnos. El que recibí desde niña a través de los primeros libros que para mí escogió mi madre, mis profesores después, la apasionante vida que se abría ante mis ojos,  mi deseo de vivirla con toda intensidad, a manos llenas, con todas sus alegrías y sus penas. Y en eso estoy estas últimas semanas hablando con mis alumnos de 14 y 15 años de las cinco hermanas de Mustang,  de la directora franco-turca  Denis Gamze, que creció en Ankara, hoy con nacionalidad francesa. Esas cinco chicas indomables como los caballos salvajes que dan nombre a la película, de las que solo dos consiguen escapar de su casa-prisión, en un recóndito lugar de Turquía. Gracias  al valor, a la tenacidad de la pequeña que siempre conservó la dirección de su profesora que vive en Estambul. Su única esperanza de salvación: llegar a la ciudad. Otro ejemplo más de los numerosos que conocemos de profesores que cambiaron el destino de sus alumnos. Por eso cuesta tanto la despedida. La ambivalencia de los sentimientos  es profunda. Como todas las separaciones duele  pero se impone la gratitud  por tantos años pasados entre vosotros, entre la infancia que nunca se acaba, ejercitando uno de los actos más hermosos que nos ha sido dado: enseñar al que no sabe. Me voy pero el hilo invisible que me une a algunos de vosotros no se rompe. Ya sabéis de mi afición a tejer hilos sueltos...

Carmen Glez Teixeira


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