Dos siglos después, debajo de su bicornio inmortal, Napoleón Bonaparte sigue cabalgando a lomos de Marengo y ganando batallas: no Austerlitz ni Wagram, ni Friedland ni las Pirámides de Egipto, sino victorias póstumas. Las que otorga el veredicto del tiempo. Aquellas más relacionadas con la trascendencia histórica y el juicio de los hombres que con la sangre, el honor y la conquista. Claro que, como la historia es así de caprichosa y no nos llega en forma de hechos comprobados sino como sucesivas interpretaciones y reinterpretaciones según los autores y las fuentes, podría decirse o escribirse que dos siglos después, bajo su casaca de general de división, Napoleón sigue huyendo del enemigo y perdiendo batallas: no Leipzig ni Waterloo, sino derrotas póstumas. Las que otorga el veredicto del tiempo. Las que hablan, más que de una gloria nacional, de un bragado sanguinario que mandó a la tumba a millones de personas . Las que prefieren la versión de un führer europeo avant la lettre a la de un héroe al servicio de Francia.
Y las dos versiones valen, probablemente porque el primer cónsul y emperador de los franceses fue ambas cosas: héroe y sanguinario a partes iguales. Un cruce de caminos entre el hombre bien pertrechado de códigos de honor y el invasor insaciable de un continente. Las dos valen porque son, sencillamente, las que conviven 197 años después de su muerte en el destierro de Santa Elena. Conviven entre sus eternos compatriotas, los franceses, y conviven entre sus eternos estudiosos, los historiadores de medio mundo. Pero una cosa está clara: Napoleón I ha vuelto y está de moda. Aunque justo es decir que nunca se fue.
Todo resulta extraordinario y ambiguo en la figura de Bonaparte, que sigue, pues, ganando y perdiendo batallas. Entre sus activos; su astucia como estratega en el campo de honor y su incomparable capacidad para salir victorioso en inferioridad numérica y en situación crítica, sus incomparables dotes para arengar y ganarse el fervor de mariscales y soldados rasos a pesar de su escasa empatía personal, su mano de hierro a la hora de condenar al oprobio y la deshonra a sus colaboradores y sobre todo su indisimulada ansia de poder...Entre los pasivos: no conocer sus límites, no saber perder ni retirarse a tiempo con honor, no observar ni piedad ni respeto por su adversario y, muy probablemente, un egotismo tan exacerbado que llegó a creerse el auténtico Dios inmortal de los franceses, en esa estirpe que va desde Hugo Capeto al Rey Sol, desde De Gaulle a Emmanuel Macron.
Napoleón Bonaparte esta de moda ...Regresa el emperador. Lo hace en forma de exposiciones, ensayos, gigantescos volúmenes de catas, libros de ficción con base histórica e incluso líneas de interpretación que emparentan al viejo militar, guerrero y estadista corso con el actual inquilino del Elíseo. ¿Guardan Napoleón Bonaparte y Emmanuel Macrón las similitudes de las que tanto se ha hablado y escrito en Francia? ¿Son meras aproximaciones de trazo grueso y vocación oportunista? Pues depende del cristal con que se mire...
Borja Hermoso. El País Semanal, 23 de mayo de 2018
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