Hay confluencias realmente planetarias. Cuando algunas ciudades y sus habitantes entran en fusión y alcanzan el estatuto de obra de arte, no hay nada que se les pueda comparar. Y no siempre son momentos de gran energía y creatividad, pueden serlo de también de decadencia y ruina pero llevada con extrema elegancia. Es el caso de la Venecia de Casanova, una ciudad que se suicidó bailando en un Carnaval perpetuo del que aún no ha podido escapar.....Sin embargo el modelo de ciudad que explota de pura energía y se convierte en la utopía viviente que todas las demás ciudades querrán imitar es el París de Napoleón el pequeño, medio sobrino de Napoleón el grande, personaje de escasa estatura, origen oscuro, y aspecto pedestre por el que nadie apostaría un centavo, pero que supo mantener una dictadura imprescindible para construir la que sería la capital del siglo XIX, según el célebre juicio de Walter Benjamin. En muy pocos años la vieja urbe medieval, arruinada por la revolución y las guerras, ratonera de un millón de mendigos, la pestilente capital de Francia, daría un salto inverosímil y se pondría en la vanguardia mundial. Su población enloquecida por la especulación inmobiliaria, las fantasías financieras, el auge económico inaudito y un Gobierno de opereta, se lanzó a un desenfrenado cancán. Cientos de teatros, burdeles, cafés, salones, restaurantes, mezclaron el lugar más inaudito con la pura indigencia. Reinaban las prostitutas, se prostituían las reinas, la ciudad entera era un agotador galop dirigido por la batuta de Offenbach.... Esta epopeya fue narrada con efectividad y brío por Siegfried Kracauer, el amigo de Benjamin, en un texto célebre e inencontrable, Jacques Offenbach y el París de su tiempo. Una editorial, Capitán Swing, que rescata textos de los años treinta del siglo pasado, acaba de publicarlo con un brillante prólogo de Vicente Jarque....
Félix de Azúa. Lugar Común. El País, 18 de marzo de 2015
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