He aquí un viejo único. Si hubiera catálogos de viejos como catálogos de muebles, entre los que uno pudiera señalar el que desea ser, elegiríamos este, con su número exacto de cabellos, con esas cejas mal cortadas, con cada una de las arrugas que dibujan sobre su piel una geografía poseedora de un clima propio, lluvioso seguramente en primavera, y con otoños célebres por las tormentas eléctricas y los huracanes que atraviesan de Norte a Sur su bóveda craneal. Las contaríamos una a una, las arrugas, y comprobaríamos su disposición en el rostro para que no nos engañaran. Queremos para nosotros la cantidad exacta de líneas que confluyen en el entrecejo para formar lo que parece la cicatriz de una bala. O la de una idea. Queremos ese pelo blanco y poco abundante ya, pero rebelde todavía, como si, más que cabellos fueran neuronas en movimiento o anémonas cuyos tentáculos barrieran el espectro en busca de nutrientes para el encéfalo. Queremos para nosotros también esos ojos asombrados y reflexivos que no se han entregado a la fatiga, que aún ven lo que miran. Podríamos perdernos en el resto de los detalles (los surcos de los labios que no parecen el resultado del envejecimiento, sino de la firmeza ), pero al final lo que nos llama la atención es la arquitectura general de una cabeza gótica, con tanta luz por dentro como por fuera, asentada sobre los cimientos románticos de un cuello antiguo, noble, discretamente cubierto por un jersey de cuello alto, y unos hombros visigodos ocultos tras la elegante chaqueta de lana que hace juego con el tono de su cara.
Juan José Millás. El País Semanal, domingo 25 de enero de 2015
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