Henry Miller o Woody Allen, Jefferson, o Hemingway, Gene Kelly o Marlon Brando. Da igual. Escritor, actor, bailarín, presidente u hombre lobo. No importa. Si eres un americano intranquilo acabarás en París, un imán que parece atraer a las almas errantes del Nuevo Mundo. En decenas de películas el cine les ha dado refugio: Un americano en París, Frenético, Henry y June o el eterno Tango. ¡Ah la vieja Europa! Que diría el filósofo Gerge Bush. Ya desde los mismos créditos, Mi casa en París se apunta a la terapia viajera. Kevin Kline, un paria neoyorkino, borracho y perdedor, sin oficio, beneficio, esposa o hacienda, llega con sus sesenta tacos y lo puesto, a la mítica ciudad, para vender, lo único amable que le ha dejado en herencia su padre, una vieja casa con jardín, ubicada en el centro, que vale millones. Pero la cosa -casa- tiene truco y hay inquilina de por medio, una ancianita de 92 primaveras, interpretada por Maggie Smith. De propina también está la siempre severa Kristin Scott Thomas que, para colmo, podría ser la hermana del protagonista. La película es tan antigua como el que escribe. O sea, nada moderna. Ahí residen sus virtudes y sus defectos. Basada en una obra teatral de Israel Horovitz la adaptación cinematográfica a cargo del propio auteur está cargada de encanto y aroma de narración clásica, pero, al tiempo, es terriblemente acartonada y adolece de unos diálogos literarios, prácticamente imposibles de declamar:"Hay un pedazo de mí que nunca creció, pero no me maldijo Dios, sino mi padre". A pesar de la dificultad los actores contribuyen con su talento a solventar el contratiempo. Downtown Abbey, Marigold, o Harry Potter, no importa, las arrugas de Maggie Smith siempre nos ofrecen verdad. Está fenomenal, confesándole a su asombrado intelocutor que fue amante de Diango Reinhardt....
Eduardo Galán Blanco. La Voz de Galicia, domingo, 16 de agosto de 2015
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