Arroyo suma en una exposición sus dos pasiones : pintura y lectura. El artista coordina en la Casa del Lector una muestra donde imagen y texto se dan la mano. Si existe un desdoblamiento del que felizmente Eduardo Arroyo (Madrid, 1937) no ha conseguido zafarse jamás, es el del pintor que escribe o el escritor que pinta."No he logrado separarlas, son mis dos obsesiones, lo mejor que me define", afirma el artista. Ambas facetas se han enriquecido mutuamente a lo largo de su obra, han peleado por espacios, tiempos y delirios propios... Las lecturas han nutrido sus cuadros. Las imágenes han poblado sus textos en una enfermiza retroalimentación con vitamina sugestiva, para su hambre depredadora y difícil de saciar. Cuando César Antonio Molina propuso al artista que expusiera en la Casa del Lector en Matadero, Arroyo no tardó en convencerle de lo inútil que sería una muestra más de su obra en Madrid. A cambio le propuso convertirse en comisario de algo en teoría ajeno a él pero propio al tiempo. Organizar, crear, urdir siete instalaciones, siete espacios, donde ambas facetas suyas -pintura, letra, figura, trazo, narración- quedaran entrelazadas en lo que daría en llamar La oficina de San Jerónimo. Durante siete meses -desde el jueves 17 y hasta abril quedará a disposición del público el trabajo que tanto él como su más estrecha colaboradora Fabianne di Rocco, también comisaria han urdido durante cerca de cuatro años. En La oficina de San Jerónimo se expone La dacha, una obra que el autor pintó a finales de los sesenta junto a Gilles Aillaud, Francis Biras, Lucio Fanti y Fabio y Nick Rieti (padre e hijo). Fue un resto amargo de su experiencia en el París alborotado del 68, donde el artista participó activamente en las protestas. Todos ellos lanzaron una mirada irónica, enmarcada en dorado, donde se lee la acción de la obra: en ella, Louis Althuser duda si entrar entrar en la dacha Tristes Míeles, donde andan reunidos Jacques Lacan, Michel Foucault y Roland Barthes, justo en el momento en que la radio anuncia que los obreros y los estudiantes han decido abandonar la lucha. Una rígida tristeza en color y en sombra domina el enorme lienzo. Pero esa ironía iconoclasta, propia de Arroyo, logra imponerse. Se trata de uno de sus cuadros más queridos. "No podía faltar aquí", asegura el pintor madrileño. En otra de las salas Arroyo ha dispuesto la acción que en 1965 le llevó a pintar con otros dos colegas un homenaje a La pasión en el desierto, de Balzac, en un curioso, enclaustramiento. Detrás de unas rejas, queda la obra conjunta de 13 lienzos pintados por él, Gilles Aillaud y Antonio Recalcati, sobre la historia de un soldado enamorado de una pantera en medio de las dunas. "La regla consistía en que todos debíamos intervenir en cada lienzo y si no nos gustaba lo que uno había plasmado, debíamos borrarlo y pintar encima."... Si la vida de sus años nómadas en el exilio de París o Roma le llevaron a adentrarse entre los fundamentales de la segunda mitad del XX, también lamenta que no le permitiera cooperar con otros grandes desconocidos en España como Pierre Roy, Clovis Trouille, Jules Lefranc, y Alfred Courmes. "Con La oficina de San Jerónimo he podido enmendar ese vacío y al menos acercarlos para que los conozca el público de mi país", asegura...
Jesús Ruíz Mantilla. Madrid. El País, martes 15 de septiembre de 2015
Jesús Ruíz Mantilla. Madrid. El País, martes 15 de septiembre de 2015
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