El combate entre campo y ciudad es un clásico del cine ya desde le mundo. El contraste entre la pausa y el vértigo, entre la mirada distraída en el vecino y la vista fija en uno mismo, entre la templanza y el peligro, entre lo malo conocido y lo bueno por conocer. Y aunque con el tiempo se hayan estrechado las barreras desde la fundacional Amanecer (F.W Murneau.1927), que llevaba a un sencillo labriego a la perdición de la ciudad, con forma de adulterio, mujer desbocada y sofistificación de urbe, Luces de París demuestra que en ciertos aspectos sigue hablando de lo mismo. Como en aquella Amanecer, Marc Fitoussi, inédito en España aunque este sea su quinto largometraje, prepara una escapada a la ciudad con aspiraciones de, al menos, una cana al aire: la de una madura mujer de campiña en busca de un interesante joven 25 años menor. Sin embargo el desarrollo de la película demuestra dos cosas: que la puesta en escena de Fitoussi no pasa de pedestre, de televisiva en el peor sentido de la palabra y que el guión está lleno de agujeros y feos detalles. Como el del joven, personaje imposible narrado a golpe de capricho, que lo mismo lleva un libro de Italo Calvino en el bolsillo trasero del pantalón, en la parte en que hay que mostrarlo positivo, que se dedica a romper su contraportada para hacerse un porro, en el segmento en el que hay que acabar con su brillo inicial. De modo que solo dos bellas secuencias, presididas por la irresistible mirada de Isabelle Huppert y Jean Pierre Darroussin, salvan a la película del desastre: la del hijo y las acrobacias, y el descubrimiento final, perfecto en su metáfora pictórica. Dos instantes que además son los únicos que van acompañados de una banda sonora atractiva y no de unas infames musiquillas.
J.O. El País, viernes 18 de marzo de 2016
J.O. El País, viernes 18 de marzo de 2016
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