jueves, 10 de marzo de 2016

El aldeano de París

Louis Aragon (París,1897-1982) suscribió la apología del absurdo formulada por el dadaísmo y desempeñó un papel fundacional en el surrealismo. El aldeano de París (1926)/(Errata Naturae, Madrid, 2016) consuma el divorcio entre la belleza y la verdad. La verdad es una ilusión, pues no hay Dios ni leyes naturales. La belleza no puede ser el reflejo de una verdad inexistente. La belleza no es un valor externo al mundo, sino algo inmediato, concreto, trivial: un sombrero, un peine, un lazo, un maniquí. El aldeano de París no es una novela, pues entiende que la novela es la quintaesencia de la miseria burguesa, aficionada a tramas, personajes, intrigas y repelentes sentimentalismos. El protagonista de la obra de Aragon es la mirada del autor, que deambula por París sin rumbo fijo, embriagada por los escaparates de los pasajes. Los pasajes son calles cubiertas, corredores protegidos de la inclemencia del tiempo, que permiten a los paseantes demorarse en el esplendor de las tiendas y el perfume de de los burdeles, cuyo olor se descuelga por las fachadas, manifestando que el placer -efímero, anónimo, despersonalizado- es el único absoluto a nuestro alcance. El placer venal es un breve intercambio de fluidos, que anonada la conciencia, librándola por unos instantes de su miedo al no ser. Para Aragon una prostituta no es una mujer que vende su cuerpo, sino una madre que acaricia la frente de su hijo, mientras agoniza en sus brazos. Durante años, Walter Benjamin  acumuló notas, recortes de periódico, entradas de ópera, billetes de tranvía. Su intención era escribir un ambicioso ensayo que se titularía Obra de los Pasajes, un canto a la Modernidad, con su poética de lo insignificante y su pasión por lo estrictamente lúdico y banal. Su trágica muerte en Portbou frustró el proyecto. Louis Aragon se anticipó a Benjamin, pues El aldeano de París es la plasmación de ese canto, que exalta la transcendencia de los objetos y el carácter sagrado de la materia. Aragon deja claro que no es un naturalista. No cree en la razón ni en la evidencia. El cogito cartesiano es la obra maestra de una subjetividad brutalmente ensimismada. Los objetos son reales. Podemos deslizar la yema de los dedos por su superficie, pero eso no significa que exista la objetividad. El yo es una quimera, un ardid de una mente  en perpetuo movimiento. Sólo hay cosas. Eso es todo. Y el ser humano es un paseante que disfruta del placer de contemplarlas......
Rafael Narbona. El Cultural, 4-3-2016

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