domingo, 13 de marzo de 2016

En el Prado con pintores de la corte

 La mañana del 27 de febrero soplaba un viento frío en Madrid. El cielo gris, el sol tardó en aparecer, invitaba a entrar en el Prado. Quería ver la exposición de Ingres. En la taquilla de las entradas no me advirtieron que la exposición no se abría hasta las 13 h. Me encontré así en el gran hall del museo con algo más de dos horas disponibles para organizar una visita tranquila, a mi gusto, sin la presión del tiempo ni los apretones de los visitantes. Desde la galería central, huyendo de los grupos, desemboqué en una de las salas de Velázquez, casi vacía, salvo un remolino de orientales en torno a las Meninas. Los retratos reales de esta sala, de gran formato, Felipe III a caballo (1635) y su esposa, Margarita de Austria a caballo(1634-35), Felipe VI(1635-6) e Isabel de Francia (1628-36), así como su hijo el Príncipe Baltasar Carlos, los tres a caballo fueron un encargo hecho a Velázquez  para ser instalados en el Palacio del Buen Retiro. No es la primera vez que me detengo a admirar estas pinturas que me impresionan por su grandeza,  un símbolo inequívoco del poder real. En particular, las dos reinas erguidas sobre los caballos, una mezcla del tipo frisón, con brío, pero al mismo tiempo resistentes, casi ocultos por las faldas de las reinas. Me sorprende la exquisita feminidad que desprenden los dos retratos, aunque la luz y los colores elegidos para sus atuendos sean de una aparente austeridad. El rostro serio de Margarita de Austria parece en consonancia con la solemnidad de su vestido que a primera vista nos hace pensar en la dificultad de llevarlo, en su peso. Sin embargo a medida que lo observamos, apreciamos la delicadeza de los bordados, los hilos de plata y oro, la finura de las manos realzadas por los encajes que envuelven sus muñecas. Luce además la reina un tocado y luce sobre todo las famosas joyas de los Austrias: la perla conocida como La Peregrina  y el diamante cuadrado El Estanque. Sin olvidar la flor blanca que lleva en su testa el caballo. El retrato de Isabel de Francia guarda la misma disposición, las diferencias las señala sobre todo la luz que viene sobre todo de la extraordinaria blancura del caballo y el gris azulado del paisaje que nos hace pensar en la sierra. La leve sonrisa de la reina contribuye a suavizar la austeridad del retrato de su suegra. La misma finura en los bordados de la falda de la reina que repiten el anagrama  de su nombre. Pintados con  el mismo esmero los correajes del caballo y la flor ahora a juego con el tono del vestido. Todo un canto a la belleza de lo femenino que el pintor no solo supo ver sino que nos los hace ver. Que lejos de muchas de las afirmaciones  que se hicieron con motivo del día de la Mujer, ahora que nos empeñamos en borrar las diferencias hasta extremos ridículos e irracionales. Por mi parte, desde mi condición de mujer privilegiada, por la familia en que nací, por el país y por la época en que vivo, estoy contenta de ser mujer y y de ser tratada como tal. Mi admiración y mi reconocimiento al gran pintor que con su arte buscó en sus retratos mostrarnos lo genuino, lo insondable del alma femenina en su tiempo y en la Historia.

Ensimismada ante las pinturas pasó el tiempo. Apresuro el paso para llegar a las salas de los Jerónimos dedicadas a las exposiciones temporales. Me detengo unos instantes ante La Virgen de la Granada de Fray Angélico. Tan pronto como inicio mi visita a Ingres compruebo que no solo es el numeroso aforo lo que dificulta la visita sino la falta del  silencio del que disfrute con Velázquez. Resulta casi imposible leer los paneles que introducen cada sala o la visión de algunos cuadros. Así que atraída por el rojo de Napoleón Cónsul en un momento en que se ha quedado sólo decido seguir a Ingres tras las pinturas expuestas dedicadas al Emperador. Aplico así, a mi manera, el sacrosanto criterio de la igualdad: un emperador vale por dos reinas. Napoleón, Primer Cónsul (1804) . Posa con una mano sobre el acta de Fauborg d'Amercoeur, en Lieja. Tiene 34 años. Lleva el traje rojo de Cónsul de la República, el pelo corto, y la mano izquierda bajo la levita en señal de  madurez y sabiduría. La espada en su funda. Quiere transmitir un mensaje político de conciliación entre  la Iglesia y el Estado  frente a los excesos de la Revolución. Por eso firma la reconstrucción del Faubourg d'Amercoeur. También por encargo de la administración imperial pintó Ingres Napoleón I en el trono imperial, (1806). Un cuadro de propaganda imperial. El emperador está sentado sobre un trono suntuoso y elevado, una alfombra adornada con los signos del zodíaco y con una águila imperial ocupa el primer plano. Napoleón lleva un manto púrpura forrado de armiño atributo de los monarcas del Ancien Régime pero las flores de lys han sido reemplazadas por abejas, símbolo imperial. Tiene entre sus manos las regalías, conservadas hoy en el Louvre: la mano de justicia, el cetro de Carlos V, así como la espada que se atribuye a Carlomagno. Ciñe su cabeza una corona de laureles dorados. Lo que me llama la atención es el rostro de Napoleón, inexpresivo, de mármol. Es como si el hombre hubiese desaparecido bajo la representación del poder imperial.  Ingres le concede un aire sagrado de tal modo que estamos ante un dios. Una vocecita interior me dice impertinente:"nunca una mujer alcanzó un poder semejante".... Lo reconozco pero no lo deseo ni para una mujer ni para un hombre....

Hace unos meses visité, por primera vez, el Palacio Real de Madrid donde se expone el  Retrato de la familia de Juan Carlos I, Antonio López (1994-2014) . El pintor tardo 20 años en terminar el cuadro y aunque 20 años no es nada, en él se aprecian gestos y detalles de la evolución de la familia pero eso es otra historia .....

Carmen Glez.Teixeira

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