lunes, 21 de noviembre de 2016

Fuego danzante

El nombre de Loïe Fuller no resulta familiar a la mayoría de los cinéfilos contemporáneos y sin embargo esta estrella del cambio de siglo fue la inspiradora de un subgénero del cine primitivo: las películas-danza en torno a lo que se dió en llamar el baile serpentina. Annabelle Witford, bailarina que seguía el ejemplo de Fuller, protagonizó Annabelle Serpentine Dance (1894), de la factoría Edison, para deleite de los usuarios de esos precinematográficos kinetoscopios y los hermanos Lumière dieron plena legitimidad cinematográfica a la fórmula con Serpentine Dance (1896). Loïe Fuller negaba y expandía su cuerpo en sus espectáculos, mediante una particular alquimia de amplios vestidos de seda y sofisticados efectos de iluminación que la acreditaban como una auténtica avanzadilla de una modernidad que, en el terreno de la danza, se liberaba de la ortodoxia para abrazar la abstracción: es fácil entender por qué sus propuestas alentaron los primeros experimentos en color, tintados a mano, anticipando tanto las estéticas del futuro cine experimental como las coreografías formalistas de Busby Berkeley. Fue una artista de su tiempo, capaz de crear nuevas formas a través de la alianza entre la intuición y las nuevas posibilidades tecnológicas. Su propuesta radical, como el cine, era un arte de la fluidez y la percepción. Primer largometraje de Stèphanie di Giusto, La bailarina, proyecto en el que los hermanos Dardene han sido coproductores, corre el riesgo de ser subestimado como un biopic convencional cuando, en su interior, se manifiestan gratificantes gestos de heterodoxia. La fidelidad a la biografía de la protagonista hace que en el seno de un mismo relato la sequedad y la dureza del wéstern precedan a la seducción decadentista de la Belle Époque sin que la representación de tan contrastados universos sucumba a ningún simplificador  pintoresquismo. Lo más poderoso llega con los imaginativos fragmentos de cine-danza que desarrollan un lenguaje contemporáneo, sensorial, para las propuestas de Fuller, merced a la colaboración de la coreógrafa Jody Sperling, una de las grandes valedoras del legado de la artista en la danza contemporánea. La bailarina es también una historia de amor trágico: el que sintió Fuller por una Isadora Duncan, que, a través de su sensual reivindicación del cuerpo, se convirtió en negación de una visionaria capaz de anteponer la búsqueda de la belleza a su supervivencia.
Jordi Costa. El País, viernes 4 de noviembre de 2016

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