jueves, 17 de noviembre de 2016

Los ojos de Elsa

“…De la sombra guarda ella el perfume y la esencia.
        Es como un sueño de los sentidos.
 El día que la devuelve es todavía una noche…”  L. A
Los ojos de Elsa. Así tituló el surrealista francés Louis Aragon uno de los grandes libros de amor y resistencia de la primera mitad del siglo XX. Amor por su compañera. Elsa Triolet. Y amor por Francia desde la oposición al nazismo. Estos poemas son un golpe de luz y un descargo de agonía. Los publicó en 1942. Mantienen en el tiempo esa condición extraordinaria con la que algunos creadores ponen en pie su escritura: emoción y enigma. Y no solo como una forma de desalojar demonios, sino con la certeza de entender la poesía como un "voy contigo". Aragón confiaba en el poema como otro modo de protesta (y ahí le creo), incluso de combate (ahi le descreo). Es hermoso observar cierta ingenuidad a lo lejos, cuando la realidad de la historia deja de convencer también a los convencidos. Pero en Los ojos de Elsa (publicado por Visor) no hay serrín de nostalgia o barricada, sino esa molécula de verdad que ocultan y lanzan algunas palabras dispuestas más para abrir preguntas (para certificar desamparos) que para amasar respuestas. "Una noche creí perderte y de esa noche guardo/ la esperanza patética de un milagro incesante". Elsa es Francia. Y viceversa. Aragon fue un comunista vocacional que abroncaba revolucionarios de salón  (Dalí, por ejemplo). Pero más allá de eso, mucho más allá, que es lo que nos queda, es uno de esos hombres que lanzan el idioma más lejos que la vida. Y ahí nos convoca.Y ahí conviene a veces instalarse por un rato, cuando nada queda de ese mundo de afuera que Aragon celebraba, pero aún tenemos por delante su verdad que viene, su embriaguez, su corazón a tiras, su compromiso y esa condición mineral de unos ojos que te miran desde al piel de sus poemas . Es decir, que alumbran, que acompañan, que por un rato también son tu país y tu querer desgraciado. Tu desengaño. Tu alegría. Tu desnudo. Estos poemas tienen esa condición susurrante de la libertad. De la emoción. De la certeza de no estar solo. De no desfallecer: "Ya que el vivir no supo cansarme de la vida".
Antonio Lucas. El Mundo,  jueves, 17 de noviembre de 2016

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