Gérard Lanvin es el único capaz de competir con Colin Firth en expresar sin palabras, casi sin gestos, un profundo disgusto con la vida y consigo mismo. Es perfecto para el papel de miembro de una dinastía de jugadores de rugby que se ha entregado a ese deporte como a una religión y que ve como su hijo adolescente, al que ha cuidado desde la muerte de su madre, 13 años atrás, parece más dotado para las matemáticas que para el rugby y cómo el propio pequeño estadio en el que ha vivido la familia durante generaciones ha sido adquirido por una empresa. Su disgusto es mayor porque no puede reprocharle nada a nadie y su única solución es crear su propio equipo. Argumento para una amabilísima comedia costumbrista situada en un pequeño pueblo en las semanas anteriores a las fiestas locales. La celebración del amor en todos sus aspectos, del padre y del hijo , del viudo y una forastera, al deporte y la amistad, y la compasión con los personajes pintorescos es tanta que la comedia acaba pareciendo un melodrama feliz.
F.M. El Mundo, viernes 13 de abril de 2012
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