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Fotograma de El sueño de Gabrielle |
Las aguas de un río fluyen bajo el sexo de Gabrielle en el octavo largometraje de Nicole García, dejando claro que, a diferencia de la breve novela en la que se basa, aquí la voz narrativa va a ser confiada al impetuoso deseo de su protagonista, mujer capaz de vivir el amor con una de esas intensidades que alteran la percepción y transforman la realidad. Si en Mal de pierres, la italiana Milena Agus proponía contemplar la desaforada vehemencia romántica de Gabrielle a vista de nieta, como quien intuye, en una foto antigua, un aire más puro o el penetrante sabor que las frutas del presente ya han perdido. Nicole García prefiere , en su lectura, que hablen los sentidos de su protagonista y que sean ellos los que determinen la escritura eminentemente sensorial de su película. La fragilidad e Marion Cotillard se convierte en un instrumento fundamental para transmitir el fuego interior de ese personaje, cuya familia no deja de sancionar como anomalía. El mos de domesticar esa anomalía será el el matrimonio con un jornalero español, que Álex Brendemühl convertirá en presencia tan afectuosa como opaca... hasta que el desenlace revele ese espesor que el actor ha sabido modular, casi en silencio, a lo largo de todo el metraje. Una temporada de convalecencia en un balneario lanzará a Gabrielle en brazos de un militar que Louis Garrel transforma en la última palabra en fantasía romántica en torno ala figura del amante moribundo. El sueño de Gabrielle compromete su coherencia en su tramo final, cuando lo que hasta ese momento había sido guiado por el deseo irracional recurre, paradójicamente, a la racionalidad para atar cabos. Compensa el desengaño que ahí la luz caiga sobre el tercer personaje en discordia, revelando otra forma, serena pero profunda, de amar.
Jordi Costa. El País, viernes 9 de junio de 2017
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