Francia es un país instalado en el conflicto crónico y casi paralizado por masivas protestas y paros sectoriales en rechazo al proyecto de reforma de pensiones de Macron. En concreto, la huelga de transportes -ferrocarriles, autobuses, metro, etcétera- que comenzó el 5 de diciembre continúa y ya es la más larga de la historia reciente del país, y sin visos de que vaya a acabar. Y llueve sobre mojado. Porque sindicatos y la plataforma se los llamados chalecos amarillos han encadenado marchas sin cesar desde finales de 2018 por un sinfín de reivindicaciones sociolaborales. Este escenario no está ayudando a que la economía gala sortee la desaceleración.
Antes que nada, lo que ocurre en Francia plantea con crudeza una de las paradojas de la democracia en sociedades cada vez más complejas. Esto es, el intento de poderosos grupos de presión de sustituir con activismo a los mecanismos formales del sistema político para la consecución de objetivos que afectan al interés general. Derechos como el de la huelga y el de la manifestación son básicos en todo régimen constitucional pero no pueden desvirtuar hasta convertir en un cascarón vacío la legitimidad que gobiernos y parlamentos democráticos tienen para llevar a cabo las políticas por las que les ha votado una mayoría ciudadana. En el caso que nos ocupa, Macron se presentó a las elecciones con su proyecto de reforma de las pensiones. Y muchos franceses comprendieron que o ésta se acomete de una vez o el sistema quebrará. Ningún colectivo en defensa de sus intereses particulares puede convertir en rehén a toda una nación e hipotecar el futuro de las próximas generaciones.
El Mundo. Editorial. Martes 7 de enero de 2020
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