Dana Thomas. (Foto: Nick Gregan)
El cielo de París, rácano por naturaleza con sus habitantes, no ofrece esta tarde mucho más que nubes y lluvia, un dato escasamente relevante en una ciudad done el sol aparecerá durante el mes de noviembre solo 10 horas. El bulevar Saint-Germain, quizá eso sea más importante para la historia, es hoy un sendero de tiendas de lujo y moda que ocupan los viejos locales donde antes hubo librerías. Y el Café de Flore, sempiterno templo de la contemplación y de la conversación parisiense, se ha convertido en una suerte de museo para turistas curiosos dispuestos a pagar nueve euros por un café. No todo está siempre perdido, porque arriba, en la última esquina del local, donde suele reunirse el jurado del premio literario que cada año otorga el Flore, queda una mesa libre junto a la del fabuloso actor Fabrice Luchini, que a juzgar por cómo bromea con el camarero, debe pasar aquí más horas que en su casa.
Dana Thomas (Washington, 60 años) aparece unos minutos después. Impecable, blazer azul marino y fular, es inevitable pensar cómo se va a vestir uno para entrevistarla. La periodista y escritora estadounidense, pide una infusión de verbena, mira el reloj y advierte que no podrá estar más de 30 minutos. Una entrevista exprés, esa es la paradoja, a la gran crítica de los modos urgentes de la fabricación y consumo. Thomas ha escrito tres libros (Deluxe, Fashionopolis y Dioses y reyes, todos ellos editados en España por Superflua) que trazan el auge y la caída de la industria de la moda : desde los años del expansión del lujo, al momento cumbre de la creatividad con figuras como John Galliano y Alexander McQueen, hasta la democratización del mismo lujo, convertido en una forma de explotación humana y medioambiental. ¿Nos vamos al garete? No del todo, todavía hay esperanza, anuncia mientras posa para la fotógrafa con una profesionalidad que invoca otras épocas de su vida.
- Se notan sus años de modelo.
-Sí y eso no lo sabe tanta gente. Fue cuando tenía unos 18 años. De hecho, la primera vez que vine a París fue para trabajar como modelo. Luego volví cuando me casé y he pasado aquí 32 años.
-Conoce bien los dos lados de la moda.
-Fue un trabajo que hice durante tres años con la agencia Elite en Nueva York. Lo hice cuando era adolescente, y me mandaron durante tres años a París. Gané dinero para pagarme los estudios de Periodismo. Mi sueño era convertirme en corresponsal política en The Washington Post o de The New York Times. Y cuando estaba acabando la carrera, el Post me reclutó como ayudante en la sección de noticias nacionales. En esa época, eso consistía en responder al teléfono, llevar algún café... Pero estaba feliz. Imagine, era la época Woodward, Berstein... Un momento mágico.
- ¿Y cómo pasó a la moda?
- Nina Hyde, la jefa de esa sección, supo que había una antigua modelo en el periódico y que hablaba italiano y francés. Necesitaba una asistente para el verano y me fui a trabajar con ella. Me di cuenta de que había aprendido cosas valiosas haciendo de modelo, no era solo dinero. Conocía a la gente, a las marcas... Vivía en Milán cuando Armani y Versace explotaron. Había visto ese mundo por dentro, y eso tenía mucho valor para el periodismo.
- Washington no es precisamente la capital de la moda.
-¡No! En esa época, cuando se escribía de algo que sucedía ahí, solo era para hablar del vestuario de la primera dama: Nancy Reagan o Barbara Bush. Pero empecé a seguir la moda como lo había hecho siempre Nina. Ben Bradlee era todavía el director del periódico y me dejaron contarlo como un asunto político, económico, de antropología social. No solo analizando la altura de los tacones o los colores. Era algo más profundo. Y entonces me mudé a París porque conocí a ese hombre francés y atractivo en la boda de unos amigos.
-¿Y que se encontró?
- Era el momento en el que el señor Arnault estaba transformando la moda, el cambio de las pequeñas casas familiares de lujo gestionadas por sus fundadores. Él iba a globalizar el lujo. Eran los años noventa, y me di cuenta de que había un montón de asuntos a explorar en ese mundo y comencé a seguirlo por artículo para el Post y luego para Newsweek. Más tarde, al principio de la década del 2000, la semana antes del 11 de septiembre, decidí escribir algo más importante sobre todo ese fenómeno y se convirtió en mi primer libro, Deluxe.
-Salió en 2007, justo un año antes de la gran crisis global.
-Mucha gente me dijo que había sido una premonición. Pero estaba claro que la manera en que la gente compraba el lujo, de forma masiva y compulsiva, era un síntoma de algo. Era imposible que continuara así. (...)
-Si seguimos la línea de puntos que une sus tres libros, llegamos a la conclusión de que el lujo y la moda se han comportado como Satanás.
Sí... Pero hay esperanza. Hay mucha gente que quiere hacer las cosas diferentes, de forma correcta, más simples, con materiales saludables, orgánicos. Producir menos, pensar de manera más global. El slow fashion es un movimiento importante.
-¿ Usted como definiría la idea del lujo?
-Hoy son dos cosas. El verdadero es disfrutar de la calma y la felicidad. Pero la industria del lujo es hoy una máquina enorme. Louis Vuitton factura más de 20.000 millones de euros cada año. ¿Cómo se puede decir que eso es lujo si es solo una máquina para hacer dinero? El único sector que le compite a la moda es la tecnología.
-Pero no es lo mismo Zara que Louis Vuitton, ¿no?
Sí. ¿por qué no? Son precios diferentes , pero es el mismo sistema de producción...
-Usted lo compara con el fast food. Pero mucha gente le dirá que es una democratización del lujo y que usted es una snob. Esa transformación se produjo también en el mercado del arte con artistas como Jeff Koons o Damien Hirst.
-Sí, exactamente. Es el marketing, no el arte...
Daniel Verdú. El País Semanal, 29 de noviembre de 2024.
No hay comentarios:
Publicar un comentario