Muchos escritores han tenido predilección por los gatos, han escrito hermosas páginas sobre ellos y los han hecho protagonistas de sus narraciones, algunos llevándolos a terrenos inquietantes y misteriosos. No vamos aquí a hacer un recuento que vaya del sonriente gato de Cheshire en Las aventuras de Alicia en el País de las maravillas, Lewis Carroll, a las perturbaciones del minino Plutón en El gato negro, de Edgar Allan Poe. No es mi tema, pero parece haber un consenso que señala a Soy un gato (1906) de Natsume Söseki, con su perspicaz gato sin nombre, narrador y protagonista, como la mejor novela jamás escrita sobre un felino. Con permiso -concedido- de La gata (1933), de Colette (1873-1954), novela corta recuperada ahora por Acantilado, con traducción de Nuria Petit. La escritora francesa tuvo varios perros a lo largo de su vida y, sobre todo, varios gatos, mostrando preferencia por los orientales cartujos (chartreux), gatos de pelaje grisazulado y ojos entre amarillos y naranjas. A esta raza pertenecía Saha, la desequilibrante gata de su novela. Como Doris Lessing y otros, Colette publicó Chats (1949), un libro dedicado a los gatos, proliferantes en diversas narraciones suyas.
Colette escribió memorables páginas sobre las relaciones entre hombres y mujeres, generalmente burgueses, tocando diversos aspectos -desde la diferencia de edad de los amantes a los triángulos amorosos, pasando por la infidelidad-, siempre desde el espíritu liberal e, incluso, libertino que la caracterizó para escándalo y regocijo de la sociedad francesa de su tiempo, siendo bastante explícita -pese a elegantes eufemismos y elipsis- en la exposición del erotismo y de los lances sexuales. Así sucede también en La gata, que narra los primeros meses del matrimonio entre dos bellos jóvenes de óptima familia, el rubio Alain y la morena Camille, abocados a la crisis por un factor inesperado: la gata Saha. Alain está cautivado por su gata (y viceversa), a la que dedica toda clase de caricias y zalamerías y no concibe las delicias de los primeros compases de su vida matrimonial sin ella. No es de su misma opinión Camille, que pronto identifica a Saha nada menos como su rival -desatándose sus celos y su inquina hacia ella-, que en vano intenta disimular al principio y que son el detonante de un radical acontecimiento previo al abismo entre la pareja. En el aspecto erótico, con pasajes muy considerables, llama la atención como Colette muestra a Alain: aunque admira la belleza de Camille y se siente atraído por ella, deriva hacia una indolencia de lo sexual, gata mediante, llegando al punto de considerar excesivos y rechazables el deseo y el apetito carnal que muestra hacia él su desinhibida esposa. Si un accidentado y desigual trío emocional formado por hombre, mujer y gata no es asunto frecuentado en las novelas, no deja de ser también menos explorada la preponderancia del deseo y del activismo sexual de la mujer respecto al hombre en el tálamo -y en donde sea- matrimonial.
Confieso que, ocasionalmente, las dulzonerías que Alain dedica a su gata me han provocado cierto distanciamiento en la lectura. Pero hay que entender también que Saha desempeña una función como símbolo de cualquier barrera real que, de pronto, puede interponerse -en una época y en una clase determinadas en particular- entre dos jóvenes mimados y consentidos, egoístas e inmaduros -Alain, sobre todo muy enmadrado, no sabe muy bien de dónde viene o ha de venir el aire de su vida-, enfrentados a una convivencia lejana a sus expectativas y a la vida muelle que han disfrutado en sus jardines ideales. Las magníficas descripciones, la aguda analítica social, la sobresaliente perspicacia psicológica y los ásperos comentarios con guante de seda habituales de Colette brillan tanto como los ojos de Saha.
Manuel Hidalgo. El Cultural, 28-3-2025.
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