martes, 6 de mayo de 2025

Una muestra para coronarse

La 44ª exposición de Cartier, recién inaugurada en el Victoria&Albert de Londres, une 360 testigos de su legado -joyas, relojes, objetos, documentos y bocetos- y coreografía con ellos un baile de quilates, historia y emociones. En una orfebrería, al menos desde que Copérnico entró en escena allá por 1543, el sol se erige en el centro y el resto de los planetas gira a su alrededor. En la primera vitrina con la que uno se encuentra cuando cruza las puertas de la exposición Cartier (hasta el 16 de noviembre), el centro del universo lo ocupa la tiara Mánchester. Una diadema de oro, plata y algo más de 1.400 diamantes que Consuelo Yznaga, americana de nacimiento y duquesa por matrimonio -se casó con George Montagu, futuro octavo duque de Mánchester, en una de aquellas por entonces habituales uniones de conveniencia: ella, princesa dólar, ponía la fortuna; él, bucanero, el título-, encargó a Cartier en 1903 e, in lieu del impuesto de sucesiones a la muerte del duodécimo duque, en 2007, terminó en las arcas británicas y de ahí, en la colección del Museo Victoria&Albert. Por cierto, una de las más extensas. 

"En la década en que se creó, Cartier, que entonces operaba solo en París, abriría en Londres y en Nueva York. La tiara Mánchester representa esos tres templos: habla de saber hacer, de aristocracia, de clientela internacional", cuenta Rachel Garrahan, comisaria de la exposición mano a mano con Helen Molesworth. Arrancar con ella e instalarla en el centro de la sala, en el lugar que ocuparía el sol, con un haz dando vueltas lentamente en torno a ella, es definitorio. "Es una inversión de la ciencia", dice Asif Khan, encargado de diseñar la muestra. Intencionada. El arquitecto londinense -el mismo que firmó las puertas de la Expo 2020 de Dubái y la coraza de vidrio del Guggenheim de Helsinki- quería jugar con ese sentido emergente de lo que significa la realeza, el halo de poder que otorga una corona. Como Le Brun cuando pintó a Louis XIV en los techos de Versalles o William Scrots al retratar a Eduardo VI, con las flores dándole la espalda al sol para mirar a su monarca. Pero, sobre todo, "buscaba generar una conexión con el público". La idea es que el reflejo de los diamantes se proyecte en el rostro de quien la mira.

Es tan solo una declinación de la alquimia sensorial con la que se ha ido hilvanando la muestra que, más allá de lo enciclopédico, quiere provocar una respuesta anímica. Habría sido fácil  quedarse en un despliegue ostensible de patrimonio orfebre, pero ha querido, además, capturar esa dimensión ritualista -atávica, si nos ponemos- que solo las joyas tienen. "De todos los objetos que fabrica el ser humano, con la joyería se crea una conexión íntima. La llevamos en contacto con la piel. Creamos historias en torno a ella. La vinculamos a recuerdos", señala Khan. "Pero en una exposición están detrás de un cristal. Ni siquiera compartimos el mismo aire". De tocarlas, ni hablemos. Se retó a "acercar las piezas al público, permitirles sentir que habitaban el mismo espacio, que podían alcanzar a tocarlas".  "Si estimulas todos los sentidos,  se crea una síntesis en la que el objeto cobra vida. Esa es la intención", dice.

En las 14 salas -1.100 metros cuadrados en total- que ocupa la primera gran exposición de Cartier en el Reino Unido desde hace tres décadas, uno no se limita a pasear entre vitrinas. Ve cobrar vida a la pantera desde los trazos de un papel. Se desliza entre la realidad y la ficción por el joyero de Hollywood, saltando desde el anillo de compromiso de Grace Kelly a las pulseras de diamantes  de Gloria Swanson... Imaginen la tesitura de una muestra que maniobra con casi 400 piezas. Algunas imponentes, como el zafiro de la reina Marie de Rumania. Otras míticas, como el collar de serpiente de María Félix y varias nunca expuestas al público, como la pulseras de Sita Devi de Baroda -la Wallis Simpson india...

Laura García del Río. El Pais Semanal.

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