martes, 23 de febrero de 2016

Georges de La Tour, en su penumbra

El recién nacido, del Museo de Rennes
Antonio Muñoz Molina se pasea por las salas de la exposición del Prado y reflexiona sobre la maestría de este genio del XVII. La vida y la obra entera de Georges La Tour, o lo poco que ha llegado a nosotros de ellas, se abarcan en el tránsito por unas cuantas salas casi en penumbra. La penumbra del espacio real se parece a la de los interiores en sus obras de madurez. Las velas que los alumbran dan la impresión de que extienden su claridad hacia nosotros. La pintura de las paredes se corresponde con esos fondos sin asideros anecdóticos que facilitan la sensación de profundidad. Andrés Úbeda, comisario de la exposición, me señala un muro de la última sala en la que hay colgado, en un ejercicio audaz de austeridad, un solo cuadro, uno de los más impresionantes, El recién nacido, del Museo de Rennes. "Queríamos lograr que el espectador no se acuerde luego de cómo es la pintura de la pared, que no le distraiga nada de la contemplación de la obra", me dice Úbeda un jueves a última hora de la tarde, cuando todavía hay operarios terminando detalles, añadiendo letreros. El trajín del montaje y las voces murmuradas se pierden en un silencio que emana de la pintura misma y que induce gradualmente a una atención absoluta. El itinerario va de de la juventud a la madurez, de la gestualidad a la contención, de la claridad a la sombra. La economía misma de la exposición resulta del despojamiento de esta pintura, y también la rareza de quién la pintó, y hasta el modo en que su nombre y su talento han ido regresando después de una oscuridad de siglos. Dice Andrés Úbeda que no hay otro caso que desapareciera tan sin rastro. Caravaggio quedó rezagado en el aprecio de historiadores y críticos pero nunca dejo de ser visible, "aunque solo fuera para denostarlo", dice Úbeda. La Tour es un extraño pintor provincial que no parece haber abandonado nunca su tierra de origen, Lorena, una región desvastada por matanzas, hambres, epidemias e incendios durante una gran parte de su vida, que coincide con el horror de la guerra de los Treinta Años. Tiene la impronta del naturalismo tenebrista de Caravaggio, pero también hay en él algo muy cercano a la pintura del norte, al interés de Brueghel por las escenas de la vida popular y de los pintores holandeses por la recreación de presencias estáticas en interiores cotidianos, sin duda asociada a una religiosidad que por su falta de melodramatismo tiene un aire de introspección protestante......
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Antonio Muñoz Moolina. El País, sábado, 20 de febreo de 2016

Georges La Tour. 1593-1652.
Museo del Prado, del 23 de febrero al 12 de junio.

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