Ahora bien, con una particularidad interesante. Por desgracia, Yo capitán, se verá en medio mundo, pero en el primer mundo, difícilmente en los cines de Senegal, Niger o Malí. Así, junto a la denuncia de las mafias que en cada estación del recorrido aprovechan para hacer dinero a costa de los seres humanos, del retrato de la pobreza, de la degradación y, por qué no, también de la ingenuidad. Garrone apuesta por el contraste además del aviso: los primeros minutos de su historia, ambientados en Dakar, en torno a una familia sin padre, con una madre vendedora de huevos, son especialmente luminosos. En medio de unas calles deplorables, sin asfaltar, en una casa austera, pero en la que hay comida cada día, reina la espontaneidad, incluso la alegría en torno a la música, los partidos de fútbol y el carnaval.
El director no nos lo dice de un modo explícito pero lo da entender: mejor ese día en Dakar que el robo de su dinero en cualquiera de las fronteras, la cárcel en Niger en medio de la corrupción policial, la muerte en el desierto del Sáhara, la humillación en Libia o la letal sed en medio del mar rumbo a Sicilia. Garrone, magnífico narrador, lejos de ls prosa cinematográfica navajera de Gomorra, Reality y Dogman, ha compuesto una obra emocionante y, pese a todo, cálida. Una crónica exhaustiva, aderezada con unas gotas de onirismo y un montaje templado por medio de elegantes encadenados que hacen que el relato, de unos meses, parezca abarcar una vida.
Javier Ocaña. El País, miércoles 3 de enero de 2024.
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