Ken Loach, a sus 80 años, podría cerrar brillante y coherentemente su humanista carrera con Yo, Daniel Blake, una película dura, verosímil y trágica, narrada con estilo aparentemente sencillo y con resultado impactante. En ella arremete contra la burocracia, la injusticia de las organizaciones estatales, una burocracia y ausencia de compasión que se ceba hasta extremos surrealistas con los más necesitados, con una clase que pasó de ser media a ínfima. Narra dos historias paralelas que acabarán juntándose. Una es la de un carpintero sesentón que ha sufrido un infarto muy grave, incapacitado para seguir trabajando, según los médicos, pero al que el kafkiano Estado le exige que encuentre un curro si pretende cobrar por incapacidad y por su jubilación. El calvario de este buen señor acudiendo a innumerables citas inútiles, sus llamadas telefónicas a las instituciones, en las que una máquina se hace esperar un tiempo insufrible y después no contesta, la exigencia de que sus quejas y sus reclamaciones solo puede formularlas a través de Internet que sigue identificando el ratón con un animal roedor, la desesperanza que le va embargando, está contada de forma transparente. Te contagia sus sentimientos y al igual que él sientes ganas de gritar. Pero puede existir solidaridad entre los parias. Y a esta persona angustiada aún le quedan fuerza y ganas de ayudar a una madre soltera y con dos niños que tampoco encuentra trabajo y debe recurrir al banco de alimentos y a una vivienda miserable que le proporciona el comprensivo Gobierno. Loach no ofrece respiro ni a los desgraciados protagonistas ni al aterrado espectador. Todo lo que nos muestra desprende verdad, rabia, indignación, negación de eso tan prestigioso como inexistente llamada justicia social. Y lo hace sin recurrir al maniqueísmo, ateniéndose a la realidad....
Carlos Boyero. El País, sábado 14 de mayo de 2016
Carlos Boyero. El País, sábado 14 de mayo de 2016
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