lunes, 16 de mayo de 2016

Un Woody Allen agridulce y magistral

Allen ha inaugurado Cannes con Café Society, una espléndida película, la que más me ha gustado de él desde hace mucho tiempo, desde aquellas dos obras maestras tituladas Balas sobre Broadway y Match Point. Te asalta la sensación con ella de que este anciano posee un conocimiento enciclopédico de la condición humana, de sus luces y sus sombras, de los dilemas del amor, de la elección por lo que crees que te conviene y que presuntamente dará estabilidad y futuro a tu existencia  y el rechazo a lo que exige el corazón. Del precio sentimental que hay que pagar por ello, de los reencuentros o los recuerdos cuando los caminos ya se cerraron, de lo que pervive en el alma y en el cuerpo aunque ya no sirva para nada y provoque melancolía y dolor. Allen sabe de todos nosotros y lo cuenta con una sutileza y una profundidad admirables. En varios momentos nos hace reír pero no a carcajadas. El tono es amble pero la conclusión es muy triste. Y arriesgada. Cualquier productor miedoso o embrutecido le exigiría un final tan feliz como falso, pero Allen siempre ha hecho lo que le da la gana. Y opta por la verdad aunque no sea comercial. Hay desconsuelo, irracionalidad, lirismo y pena. Allen ha trabajado con el director de fotografía Vittorio Storaro buscando una luz determinada y precisa para hablar de los sentimientos. Y la cámara no para de moverse, pero solo lo constatas cuando la historia ha terminado. Quiero decir: estás dentro de la película y al finalizar te das cuenta de la maestría de su lenguaje. Es bonita la historia del chaval neoyorquino y judío (Allen se permite numerosos chistes e irreverencias con las tradiciones y peculiaridades de su credo) que va a buscarse la vida en Hollywood durante los años treinta. Lo que le ocurrirá allí antes del fracasado retorno a sus raíces desprende ilusión y juventud, pero acabará en amargura y pérdida. Y la vida no se acaba, continúa, y la realidad se impone a los sueños. A lo peor ya no es vida sino el lógico ejercicio de supervivencia. Salgo del cine conmovido. Y rogando para que el cerebro y la sensibilidad del viejo Allen sigan funcionando, que ruede una película al año hasta que cumpla los cien. O los doscientos. O que no se muera nunca.
Carlos Boyero. El País, jueves, 12 de mayo de 2016

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