Con La tortuga roja, el Studio Ghibli se aventura fuera de sus fronteras y realiza por primera vez una incursión en una coproducción europea. Quien cuenta con el honor de haber sido elegido para tomar el mando de semejante misión es el animador holandés Michael Dudok de Wit, cuya elección, se dice, se rumorea, proviene del interés despertado por el propio Miyazaki por su corto Father and Daughter, ganador al Oscar al mejor cortometraje en el 2001. No desmerece en absoluto semejante elección, y el director, después de un laborioso trabajo, a lo largo de nueve años, nos brinda como tarjeta de presentación en el mundo del largometraje una película mágica y entrañable, de aparente sencillez pero de gran profundidad alegórica. La historia de un náufrago, una suerte de Robinson Crusoe descontextualizado de toda época y lugar, y su vículo con la tortuga del título, evoluciona hacia un relato de la relación del hombre con la naturaleza, de las edades del ser humano y del amor que rompe (literalmente) todas las barreras. Todos ellos son principios suscritos , cómo no, por el propio Studio Ghibli (las similitudes van en este caso más en el fondo que en la forma). El diálogo entre Oriente y Occidente se traduce en un cuento espiritual, sensible y emotivo, donde domina un dibujo detallista de trazos limpios y sencillos, sereno y de gran belleza formal. Esta película, no muda, pero sin palabras (salvo algún que otro grito gutural, los sonidos de la naturaleza y una delicada banda sonora), se apoya en la fuerza indiscutible de sus imágenes, de tal modo que en ningún momento echamos en falta siquiera un diálogo. Funciona como historia, pero funciona, sobre todo, como una oda a la naturaleza -acogedora a la par que devastadora- la magia, la fantasía y el amor. Una fábula alegórica (cuasi diríamos mitológica) apta para niños pero, especialmente,para adultos.
Sabela Pillado. La Voz de Galicia, domingo , 29 de enero de 2017
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