domingo, 15 de enero de 2017

Siguiendo "Boussole" en Estambul

Cinco días escasos en Estambul son una una primera mirada, una invitación para volver. Contra mis costumbres y no por falta de ganas pero sí de tiempo no preparé el viaje como suelo hacer. Acepté la propuesta a pesar del riesgo que supone hoy y de todos los consejos casi siempre cariñosos de mi entorno sorprendidos por la elección del destino. Tan solo dos meses antes leía Boussole /Brújula de Mathias Enard sin sospechar que ya me estaba orientando hacia ese lugar que tanto deseaba visitar. En el avión eché un vistazo a una de las guías pero enseguida abandoné. Prefería quedarme con las páginas de Enard en las que relata los paseos del protagonista  por la ciudad. De modo que, esta vez recibí, casi inocente, el primer saludo de la ciudad en la noche de la llegada desde las ventanas del 14 piso del hotel en la plaza de Taskin. Un manto inmenso de luces abriéndose ante nosotros, ofreciendo una visión de la ciudad de postal,  sobre el que se alzaban sus principales mezquitas iluminadas y flanqueadas por sus minaretes, a modo de elegantes centinelas.

Durante cuatros días me deje llevar por las calles de Estambul. Atravesábamos la plaza de Taksim  desembocando en el bulevard peatonal Istiklal Caddesi, la calle central de la ciudad moderna, bajando hacia el Puente Gálata por el que alcanzábamos la ciudad antigua. Siempre en medio de un bullicio de gente de lo más dispar, de todas las etnias. Una sucesión de tiendas de franquicias europeas alternando con otras de frutas, pastelerías, papelerías, productos más variados que parecen agruparse por calles. Un anticipo de lo que define a Estambul, una amalgama de modernidad y tradición  En este tramo de la ciudad todavía se conservan muchos edificios del esplendor de inicios del siglo XX, algunos en buen estado, otros en vías de restauración. Y fuimos cumpliendo, disciplinados, el rito de las visitas imprescindibles: Mezquita Azul, Santa Sofía o la Gran Cisterna. Pausa para un café turco servido en un vasito sobre un delicado platillo de porcelana. O una sopa caliente de lentejas después de un chaparrón pasajero. Es frecuente la bajada de la luz en la ciudad. Así, comimos el primer día al calor de una especie de brasero de leña o tomamos un té en el Gran Bazar a la luz de las velas. Un cambio en el programa, impuesto por los horarios del Palacio Topkapi, cierra los martes, nos llevo al Mezquita de Suleymán, allí donde Frantz, el protagonista de Boussole vivió su síndrome de Stendhal. El lugar es propicio. El interior es similar a Santa Sofía que sirvió de modelo a muchas mezquitas de Estambul. Nos sorprendió sobre todo la luz que se filtra a través de 136 ventanas con una única sobria lámpara central. En el exterior conserva los edificios del complejo original con un cementerio donde se conservan las tumbas de Suleymán y su esposa. Magnificas vistas desde el jardín posterior sobre El Cuerno de Oro, mientras oíamos la llamada a la oración. El tiempo seguía siendo amable. Algo más gris al día siguiente en el paseo en barco por el Bósforo que nos reservaba otra sorpresa,  palacios otomanos alternando con edificios residenciales de lujo a lo largo de la costa. Sin sospechar la tragedia que ocurriría en pocos días en uno de estos lugares del recorrido. Al regreso, uno de los taxistas se negó a llevarnos  al hotel, una manifestación en la plaza de Taskin, impedía el acceso. Fue la única muestra de la delicada situación de la ciudad. La visita al Palacio de Topkapi resultó mucho más accidentada. Un vendaval de categoría casi la impide pero resistimos poniendo a prueba nuestra salud, lo que nos permitió hacernos una idea de la magnitud del palacio y el deseo de volver con un tiempo mejor. 

Al regreso, busqué entre mis libros algo que alargase el placer del viaje, porque si es cierto que es muy agradable contarlo, mucho más lo es seguir descubriendo ese lugar que acabamos de descubrir a través de alguien que lo cuenta bien. Y claro, dí enseguida con Pamuk, pero ya hablaremos sobre ello otro día. En el hotel, similar a todos los grandes hoteles europeos, la mesita de noche guardaba el Corán, y una brújula, la boussole de la que habla Enard, adaptada a los tiempos de hoy, de papel y pegada en la madera del cajón, eso sí orientada hacia la Meca como las mezquitas. 

Carmen Glez Teixeira





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