El espejo del agua en Burdeos |
De mis primeros recuerdos de Burdeos: Je me souviens/Me acuerdo de las lágrimas que se me escaparon en el taxi(el taxista era español), después de un primer día adverso en el que la imagen que me había hecho de la ciudad de modernidad y libertad se rompió como un espejo en mil añicos. Del afecto que pronto sentí hacia mí del personal del instituto y en particular del cocinero que se había enterado de que que me gustaba mucho el fromage blanc y aparecía en el comedor con su toque de chef y un gran bol que ponía sobre la mesa "pour la petite espagnole". De la lectora de ruso, una señora rubia mucho mayor que nosotras las lectoras europeas todas unas gamines/ chiquillas, que se alojaba en el propio instituto bajo unas fuertes medidas de seguridad, (años70-71) y que me regaló un martillo amarillo que todavía conservo. De la lectora austríaca, de la que no recuerdo el nombre aunque gracias a ella descubrí uno de los pilares de mi vida, la música clásica. Con ella y con mi primer sueldo compré mis discos fundacionales, Cascanueces y Las cuatro estaciones, hoy en el desván de casa. De la primera salida con los alumnos del Instituto a Saint-Émilion, todo oro en la tarde de octubre que me pareció el lugar más bello del mundo y que nunca fue igual las otras veces que volví. De lo que nos divertimos por las carreteras arboladas del Midi haciendo autostop en un otoño irrepetible. De mi primer viaje en febrero a París, tres días, con una lectora valenciana en Agen y a la que perdí al pie de la Tour Eiffel. Y ya en mayo cuando valoraba quedarme un años más, ese telegrama de mi padre: "Mamá muy enferma, vuelve cuando puedas"...
Volví a Bordeaux unos años después, primero con mi marido, después con mis hijos y Bordeaux empezó a abrirse. Ya no era solo La Garonne y sus puentes, la Explanada de Quinconces, El Gran Théâtre o la Place Gambetta. Era también Arcachon y el Cap Ferret con el jardín de pinos de M.L. donde reunía a sus amigos en torno a sus ostras o su barbacoa. Eran la Tour de Montaigne o la casa de Mauriac en Malagar. Las landas de J.P. , sus palombes, su cabane y su petit Armagnac. Los intercambios que hicimos durante años entre el Camille Jullian y el Eduardo Pondal. Eran los veranos de Biarritz, en la casa familiar de los D. . Nuestros hijos jugando con las olas junto al Grand Palais de la Emperatriz. Las charlas interminables bajo los plátanos, a la luz de la luna, los paseos por el Pays Basque Français. Los libros que intercambiábamos, las recetas de cocina, la tumba de Luis Mariano, la librería de la Rue de la Pente en Bayonne o el faro de Biarritz... Eran los châteaux de Pomerol o de Sauternes donde siempre nos ofrecían una copa a los profesores y a los alumnos. O la voz de Camarón, rasgando la noche en Mont-de-Marsan. Mucho más reciente el encuentro, en el curso de los últimos intercambios, en 2011, 2012, en Tartas, del joven profesor de matemáticas, V. G., hoy profesor en Dax, que me acogió en su casa de Pommarez. Y ese es mi legado, lo que me gustaría mostrar a mis alumnos, no sólo los lugares, sino su gente, las personas con las que pese a las diferencias, de lengua, de identidad, nos ofrecen su amistad que es el mayor bien del que podemos disfrutar. Aunque nos separen el tiempo y el espacio son para cuidar, no dejar, no olvidar. Un artículo de estos días sobre la cuestión catalana se abría con esta cita de Hannah Arendt que yo tomo para cerrar estas líneas:
"Nunca en mi vida he amado a ningún pueblo ni colectivo. El único amor que conozco es el amor a las personas".
Carmen Glez Teixeira
Comme disait Anatole France dans Le Livre de mon ami (1885) "Je souhaite à tous ceux que j'aime un petit grain de folie : cela rend le cœur gai."
ResponderEliminar(Très bel article!)