Henri Matisse (1869-1954) fue un desconocido que todo el mundo creía conocer. Aunque muchos historiadores le conceden hoy un peso cercano a Picasso, durante décadas fue considerado decorativo, intrascendente. En parte por la pluralidad de su obra -que lleva a pensar que se conoce el todo cuando solo se ha visto una fracción- y en parte porque su enorme legado está desperdigado por el mundo. Matisse demostró que la calma es peor vendedora que la furia. Aunque pintó con emoción salvaje, es el artista que mejor ha sabido contemplar la tranquilidad. Fue el último de los pintores en buscar un profesor en el Louvre. La comisaria de la muestra del Centro Pompidou Comme un roman, Aurélie Verdier, resume que "Matisse es el color liberado de la teoría. La emoción contiene la historiografía". Gustave Moreau le vaticinó que simplificaría la pintura. Su biógrafo, Louis Aragon, escribió lo contrario: "Con la exigencia de la invención ha complicado la pintura". Insólito e insolente, Matisse demostró que mirar es parte de la creación. Como nosotros estos meses, en muchos de sus lienzos miraba los días desde un balcón. Y pintaba la luz. Y el goce de vivir.
Cuando la luz del día empezaba a colarse por la ventana del hotel Beau Rivage, en el Quai des États-Unis de Niza, Matisse se desesperezaba en la cama con la ilusión de saber que tras las cortinas iba a encontrar el sol. Así lo escribió. Había crecido en el norte, entre Bohain-en-Vermandois -donde sus padres tenían un comercio de semillas- y París, donde estudió Derecho. Pero había redescubierto el mundo en el sur. Mientras estudió no pisó un museo. En 1890 trabajaba de pasante cuando cayó enfermo y, para distraer la convalescencia de una peritonitis, su madre le regaló una caja de acuarelas. "Fue transformador. La pintura me dió un nuevo interés por la vida. No quise hacer otra cosa"...
Anatxu Zabalbeascoa. El País Semanal, domingo 10 de enero de 2021.
No hay comentarios:
Publicar un comentario