La función lírica figura como un elemento central del retrato que propone Philibert del Adamant. Los planos generales con los que el cineasta señala el inicio de cada jornada revelan la peculiar arquitectura del edificio, una suerte de gran salón flotante más parecido a un estudio de artista que a un hospital. Además, estas amplias estampas urbanas permiten observar la privilegiada excepcionalidad del Adamant, que se erige como un templo de sosiego en una ciudad que no escapa al frenesí del mundo moderno. Adquiere especial relevancia la cita con la que se abre la película en la que el pedagogo francés Fernand Deligny defendía el valor de la pausa.
Atendiendo al reclamo de Deligny, Philibert -quien conquistó a la cinefilia con su luminoso retrato de una escuela rural en Ser y tener (2002)- concibe su nueva película como un ejercicio de escuchas múltiples. Por un lado, el cineasta se arma de paciencia para conversar con los pacientes del Adamant, superando algunos ecos paternalistas gracias a unas buenas dosis de humor compartido. Y luego está la escucha atenta que comparten todos los "tripulantes" del hospital, tanto los enfermos como los terapeutas, que organizan el programa de actividades, formado mayoritariamente por ateliers creativos, de un modo próximo al asamblearismo.
En el Adamant traza un acercamiento franco y sensible a la compleja realidad de las dolencias psiquiátricas. Un universo de claroscuros vitales que Philibert retrata a modo de tragicomedia humana. Del lado de la comicidad, cabe destacar la simpatía de Muriel Thouron, una paciente que alegra el día a día del Adamant con su inocencia revertida de picardía... Luego, del lado de las sombras, Philibert sabe capturar con delicadeza y pudor algunos momentos de gran dramatismo... En el Adamant termina basculando entre el retrato de una generación perdida, el alegato en favor de un utópico estado del bienestar, y la oda a la cara más enardecida y turbadora de la naturaleza humana...
Manu Yáñez. El Cultural, 2-2-2024.
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