lunes, 6 de junio de 2016

Un doctor en la campiña

Fotograma de "Un doctor en la campiña"
"Martín giró el Ford, rozando una tabla de picar acuchillada: se lanzó carrera arriba, siguió por aquel lado de la escuela en vez del otro, continuó algo más de medio kilómetro por un camino cenagoso", escribió Sinclair Lewis en la magnífica novela Doctor Arrousmith. Lewis era hijo de médico rural y era consciente de que, además de medicina, debía de saber de carreteras y carriles. También de psicología y de sociología. De trato humano, de no aplicar dogmas, sino resoluciones tan basadas en el sentido común como en la ciencia. Han pasado 90 años desde que Lewis publicó Doctor Arrousmith en EE UU, pero el médico rural sigue siendo el mismo. También en Francia, donde Thomas Lilti, médico antes que director de cine, ha compuesto Un doctor en la campiña, su segunda película tras la estupenda Hipócrates (2014). Un trabajo  que enlaza con el humanismo de Lewis, con el de su adaptador cinematográfico, John Ford, y con el de otros grandes novelistas y cineastas; el Mijail Bulgákov de Cartas a un joven médico, citada expresamente en la película de  Lilti, o el King Vidor de La Ciudadela. La América profunda, la Rusia soviética y la Francia de hoy son la misma tierra porque hay algo que las une: la gente se pone enferma, la gente se muere, pero, a veces, incluso se cura. Médico supremo, paciente deficiente. Así es el protagonista de Un doctor en la campiña, el jefe de la comarca. Un hombre que cura con la medicina, con el trato y con el ánimo, pero que quizá no puede curarse a sí mismo. Tumor cerebral. A partir de ahí, un conjunto de historias alrededor de la odisea de existir. Siempre con el objetivo de la cámara dirigido a los gestos y a las miradas, y ahí Cluzet es un portento. De paso, y sin caer en el romanticismo comercial, Lilti, como en Hipócrates, pero con una cámara menos agitada, aplica sana crítica social y política. La de otro humanista: de la medicina y hasta de la conducción por caminos tan embarrados como la propia vida.
Javier Ocaña. El País, viernes 27 de mayo de 2016

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