lunes, 22 de mayo de 2017

Los fantasmas de Ismael

Fotograma de Les fantômes d'Ismael
Cannes queda inaugurado con una irregular y abrumadora relectura del cine dentro del cine. ¿Cuántas películas caben en una película? ¿Y cuántos festivales en un festival? ¿Y cuántos Desplechin en un solo Desplechin? Leibniz estaba convencido de que en la parte más minúscula de la materia hay un mundo inabarcable de criaturas y entelequias. "Cada pedazo de naturaleza puede ser concebido como un jardín repleto de plantas y como un estanque lleno de peces", dejó escrito. Y a juzgar por lo visto en Cannes algo de razón tenía el filósofo alemán. En cada segundo de la jornada inaugural del miércoles cabían como mínimo 70 jornadas inaugurales, una por cada año en activo. Les fantômes d'Ismael, la última película del director francés Arnaud Desplechin, es básicamente una de estas obras que aspira a todo. Y lo hace como sólo un francés con cierto aire presidencial puede hacerlo sin miedo a las segundas vueltas. La película se puede leer a la vez como una reinterpretación de Vértigo, de Hitchcok; como una relectura de la filmografía del propio  director (siempre pendiente de los lazos invisibles, caprichosos y eternos de la familia); como un homenaje al propio cine, y, ya puestos, como un viaje al límite de la ficción. Es cine que devora cine. Es cine convencido de que la pantalla no acaba donde lo blanco. Se entiende que Cannes utilice como inauguración esta película vocacionalmente desmadejada, provocadoramente inabarcable y profundamente enamorada de la polvareda de vacío que levanta a su paso. Al fin y al cabo, lo que hace Desplechin no es más que ofrecerse en sacrificio a cuenta de ese dios pagano que justifica todo esto. Un director de cine (Mathieu Amalric) rueda la vida de un personaje demasiado parecido a su propio hermano (Louis Garrel). Este último es un agente secreto o algo parecido encerrado en un extraño artificio que recuerda al género de espías de los años 70. Hasta que un día, después de décadas desaparecida, irrumpe su primer amor (Marion Cotillard) en su intensa y muy francesa vida creativa al lado de su nueva mujer (Charlotte Gainsbourg). El resultado acaba por ofrecerse al espectador como un laberinto tan interesante como irregular; tan desquiciado como profundo; tan vibrante como, por momentos, insoportable....
Luis Martínez. Cannes. El Mundo, jueves 18 de mayo de 2017

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