Parque de Tervuren |
En otoño hago muchos más kilómetros de los necesarios para salir de la ciudad siempre por Tervuren. Allí donde acaban los barrios residenciales, antes de llegar a la autopista, hay una de las rectas más perfectas de Europa. Con las coníferas encargadas por Leopoldo II. A muy poca distancia de su famosísimo Arboretum, en formación militar. La zona es una gran imagen de la propia capital, con los árboles agrupados según su origen geográfico y no en función de las especies, como en un jardín botánico clásico. Sequoias, araucarias, castaños americanos, estoraques, mezclados, caóticos, sin un orden comprensible a los sentidos.
Es una belleza extraña, antigua. Que mezcla emociones. Colores tibios pero duros, como los que uno asocia a las Hautes Fagnes, cerca de Spa. Páramos húmedos, planos, sin colinas o montañas. Expuesto al frío y a un viento cortante. Con la mayor reserva natural del país, rica en vida, pero distante, melancólica, memoria de los caídos en las Ardenas.
En otoño, y sobre todo en noviembre, tras las celebraciones del Armisticio, es imposible huir de la carga emocional de los campos de Flandes, allí donde yacen los que una vez cantaron, amaron y fueron amados. Aquellos que inmortalizó JohnMcRae desde las trincheras y que jamás descansarán si los que vivimos perdemos la fe y no mantenemos la antorcha. Allí, en los campos de Flandes, donde florecen las amapolas y vuelan las alondras valientes, todavía resuena el eco de los cañones.
Pablo Suances. Bruselas. El Mundo, martes 19 de noviembre
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