En Rabat corre siempre la brisa del Atlántico. Es blanca y mece buganvillas de todos los colores. Caminar por sus calles transmite la sensación de apertura. La capital administrativa de Marruecos es una de las cuatro ciudades imperiales del reino (Junto a Fez, Marrakech y Meknès), fundada por el sultán Abd al Mumin en 1150, época de la que conserva la torre Hassan y la casba de los Udayas, una hermosa ciudad fortificada del siglo XII junto a la desembocadura del río Bouregreg, con su tetería con vistas al mar. Convertida en sede de la monarquía en el siglo XVIII, con el sultán alauí Mohamed III, deslumbra como la más limpia y mansa de las grandes urbes marroquíes. Serenidad que contrasta con el estrés de Casablancaa, megalópolis ecónomica con su gran puerto (unos 90 kilómetros al sur), cuyos habitantes suelen sorprenderse cuando acuden aquí a resolver algún trámite porque los rabatíes viven a otro ritmo.
Es una ciudad con parsimonia ministerial. Declarada patrimonio mundial de la humanidad, en 2012, los extranjeros se sentirán rápidamente ciudadanos locales porque en ella conviven personas de todo el mundo desde los tiempos de las legaciones diplomáticas del protectorado francés (1912-1055). Tras un café en el Museo Mohamed VI de Arte Moderno y Contemporáneo, dejamos atrás el muro del Palacio Real para caminar en dirección a la Gare de Rabat Ville, la estación de trenes hoy rodeada de grúas que construyen un gran centro comercial acristalado. Siguiendo la hilera de palmeras del bulevard Mohamed V podremos observar el art déco de edificios de principios del siglo XX o el Banco Central al Maghrib que cuenta con una sala expositiva. Las aceras están porticadas y pobladas de libreros y pastelerías que tientan desde sus vitrinas. Imperdibles la librería francófona Kalila Wa Dimma, que desde 1974 anima tertulias y realiza pedidos a Europa, y, a su lado, la cafetería del cine Renaissance, refugio para desconectar de los bocinazos de la calle. Sus balcones miran al skyline de minaretes que recortan el cielo con la forma de las bolas que simbolizan los ingredientes del pan: harina, sal y agua.
Al llegar a la avenida de Hassan II, las postales del presente y del pasado se superponen: junto a la muralla de la vieja medina, el impecable tranvía aguarda a que un hombre con chilaba cruce con su carro de caracoles humeantes, higos chumbos y garbanzos recién hervidos en conos de papel. Merece la pena deambular por el mercado central y sus callejuelas aledañas; no es un zoco turístico con artesanías a precios desorbitados; sigue vivo para sus habitantes. Hay que ir también a la Rue des Consuls con sus riads (antiguas casa árabes con patio central) bien conservados. Los comercios de esta calle ofrecen una inmejorable relación calidad-precio en artículos típicos de cuero, alfombras, muebles, bisutería y cerámica. En cinco minutos se llega a la Mellah, el viejo barrio judío. Y al sortear la escaleras junto al mercado de pulgas se desemboca en la marina, como se llama a la costanera junto al río, con sus barquitas de pescadores o las que cruzan a los vecinos (a remo) hasta la otra orilla...
Analía Iglesias. El Viajero. El País, viernes 24 de enero de 2020.
No hay comentarios:
Publicar un comentario