Aquella niña ucrania, llamada Irina Nemiróvskaia, observa la blancura del paisaje y piensa en el barrio elegante de Kiev donde vive, a dos pasos de los palacios imperiales. Desde su balcón miraba los innumerables parques de la ciudad que descendían la colina en terrazas sucesivas hasta llegar al río. En verano acompañaba a su estimado padre en cruceros por el Dniéper. De noche se dejaban mecer por las olas, de día visitaban pueblos en los que su padre tenía negocios con los terratenientes ucranios. A Irina, aquel mundo rural le parecía descuidado y le recordaba las descripciones de los paisajes y los pueblos que leía en los libros de Gógol Taras Bulba y Las veladas de Dikanka. Gógol era su escritor ucranio predilecto. El esto del verano recorría su soleada Kiev barrida por el viento del Cáucaso: con su institutriz francesa subía las calles empinadas, caminaba por los bulevares amparados por hileras de tilos y castaños que protegían sus ojos del brillo de las cúpulas doradas de las iglesias.
Desde el Orient Express la niña observa la llanura invernal y recuerda la reciente celebración del Año Nuevo en Odesa. Su abuela preparó unos deliciosos zakuski de salmón, caviar, pastas y pepinillos, que todos regaban con champán e incluso Irina probó unos sorbitos. En Odesa, cada mañana solía bajar con su abuelo al animado puerto por la inmensa y helada escalera que más tarde reconocería en la película El acorazado Potemkin, de Serguéi Eisenstein.
El Orient Express lleva a Irina con su madre de compras a París. Sin la muñeca se siente como si tuviera alas. Mira la nieva que lo cubre todo como el olvido y aún no sabe que pronto estallaría una guerra mundial y que su familia huiría de Kiev y del ambiente cargado de disturbios que más tarde desembocarían en la revolución. Tras pasar un tiempo en San Petersburgo, donde residirían en la misma calle que el joven Nabokov, la familia decidiría huir de la revolución a Finlandia y de allí a París. En la capital francesa, Irina Memiróvskaia se convertiría en Irène Némirovsky. Viviría allí el resto de su corta vida: dos décadas llenas de escritura y de éxitos, con dos hijas y un marido cariñoso que pasaba sus manuscritos a máquina. Su madre cobraría vida en la mayoría de sus novelas como una mujer mundana, vacía y cruel.
Irène hizo caso omiso a su padre cuando intentaba persuadirla de que se trasladase a Estados Unidos, donde el antisemitismo no había arraigado; la escritora tenía una fe ciega en la integridad ética de Francia. Solo se arrepintió de no haber escuchado a su padre cuando ya era demasiado tarde: tras la ocupación alemana, ella y toda su familia se vieron perseguidas. En verano de 1942 la detuvieron y la enviaron a Auschwitz. Un mes después, la autora de Suite francesa -su gran novela póstuma- moría a los 39 años.
Mónica Zogustova. El País Semanal.
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