Mia Hansen-Love |
La anécdota dice tanto del despiste sideral de los estudios hollywoodienses como de la inflexible integridad que caracteriza a la directora francesa. "No sé qué me reserva el futuro y no puedo jurar que nunca haré cine de encargo en Estados Unidos, pero ahora mismo no me siento capaz", responde en su casa de Montreuil, suburbio gentrificado en la frontera este de Paris. "Del mismo modo nunca he hecho publicidad. Y en dos o tres ocasiones me ha supuesto un dilema, porque por motivos financieros me hubiera ido muy bien", sonríe. "Creo que tengo una especie de bloqueo. Nunca logro decir que sí, y sospecho que está ligado a mi educación, a mis padres. Tengo una relación de entereza absoluta con mi oficio y sacralizo la cuestión de la vocación, como hicieron ellos".
El hogar de Hansen-Love huele a madera nueva. La directora, que empezó como actriz en el cine de Olivier Assayas y crítica de Cahiers du Cinéma antes de debutar como cineasta a los 28 años, se mudó hace pocos meses a esta casa de tres plantas con jardín, en la que está construyendo una especie de refugio que será su estudio. En el extremo opuesto, una casa de madera se confunde con las ramas desnudas de un árbol viejo. Dentro de la casa decorada con ostentosa sobriedad, tan diáfana y escandinava como su cine, reina el silencio. Su hija mayor, adolescente, estudia en un internado. El pequeño está en la guardería. En esta mañana de finales de invierno, con el termómetro bajo cero pero la primavera a la vuelta de la esquina, la cineasta parece ajetreada y algo inquieta. Tiene poco tiempo y nos lo hace saber. Intenta negociar el tiempo de la entrevista a la baja, con tanta cortesía como rigidez, jurando que lo hace para hacernos un favor: al cabo de media hora se apagará como un autómata al que se le hubieran acabado las pilas.
Si Hansen-Love se presta, con toda la amabilidad de la que es capaz, a un ejercicio que no le interesa (y a dejarse retratar, un suplicio todavía mayor pese a su distraída pero innegable fotogenia, posible herencia de una abuela modelo) es por la obligación de presentar su octavo largometraje, Una bonita mañana que llegará a los cines españoles el 8 de marzo. Es la historia de una joven viuda, Sandra, un personaje que escribió para Léa Seydoux, intuyendo una tristeza en su belleza ojerosa cuando la veía en las películas de James Bond. A la vez que cuida a su padre, un profesor que padece una enfermedad neurodegenerativa, se reencuentra con un viejo amigo casado con el vivirá un inesperado y pasional amor. El tema de la película -la muerte de nuestros ancianos preámbulo a la nuestra- llamaba a la gravedad. La sorpresa es que le haya salido una cinta plena de luz y ligereza, de un relativo optimismo, ocasionalmente cómica (esa genial matriarca pija reconvertida en militante radical por el medio ambiente) llena de travellings y movimientos de cámara que apuntan hacia el futuro. "La película está guiada por una gran tristeza, digámoslo claramente, por un duelo que intento superar escribiendo este proyecto", rebate la directora. "Hay un equilibrio con la ligereza que no fue una decisión premeditada. Es solo que las cosas sucedieron así". Lo dice porque esta historia tiene raíz autobiográfica: la enfermedad de su padre, y su muerte en los primeros días de la pandemia, llegaron a la vez que su separación de Assayas tras una larga relación y del encuentro de su nuevo compañero, también cineasta.
"Intento hacer un cine fiel a mi experiencia del mundo, y esta nunca ha sido inequívocamente sombría. He pasado por momentos difíciles, pero siempre se han visto compensados por una confianza en las posibilidades de la existencia, que nunca se han extinguido y que me ha permitido remontar", responde con un inevitable pudor, el mismo que expresan sus películas. "Es gracioso, porque mi tesina universitaria ya hablaba de la noción de pudor en la obra del filósofo alemán Max Scheler", dice cuando se le señala. "Creo que uno puede escribir una película basada en una vivencia propia y hacerlo con cierta reserva. No solo por el pudor que me distingue por carácter y que distingue a mis personajes, sino también porque intento hacer un cine que no sea demostrativo, que no explique al espectador que debe pensar o sentir. Quiero invitar a la reflexión sin indicar qué camino seguir. El cine de hoy es cada vez más pedagógico, está lleno de intenciones subrayadas. Mis películas lo evitan , lo que también es una especie de reserva o de contención"...
No creció, como le recriminan a veces, en un entorno burgués. Sus padres eran profesores de filosofía "bastante pobres". Los dos forjan el carácter de una hija modélica. Mientras su hermanos Sven se hacia DJ y participaba en el llamado french touch, ella se puso a estudiar Filología Alemana. Ella mismo lo admite: "Mi única rebelión fue no convertirme en profesora"... Hay en su cine una nostalgia por el siglo XX, por la gran cultura europea, por una forma de pensar, escribir y hacer cine que hoy tal vez se encuentra en vías de extinción.
No me gusta hablar de nostalgia porque es un término un poco deprimente. Es el pasado, el polvo. Yo pienso, al contrario, que en esa cultura del siglo XX sigue existiendo una gran modernidad. El cine de Éric Rhomer, por ejemplo, tiene una modernidad que sigue intacta. Lo es mucho más que el de cineastas que se creen profundamente modernos, pero que pasarán de moda dentro de 10 años"... "Los principios de la nouvelle vague son los míos, aunque intente renovarla y encontrar mi propia voz. El cine en el que no hay pensamiento, envejece mal y se olvida rápido. En cambio el que contiene una reflexión y una auténtica libertad siempre perdura"...
Álex Vicente. Babelia. El País, sábado18 de marzo de 2023.
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