Picasso era, en efecto, un genio, pero no por el valor estratosférico de su firma ni por esa cuidada puesta en escena de sí mismo: el viejo de ojos grandes que pinta en calzoncillos y viste la camiseta a rayas de la Marina francesa que popularizó Coco Chanel; el bohemio intratable que cambiaba de casa, de perro y de estilo artístico cada vez que cambiaba de pareja (o al revés). O la imagen más falsa de todas: el artista comprometido que, enseñando el Guernica en París a los nazis, a la pregunta de:"¿Esto lo ha hecho usted?", había respondido: "No, esto lo hicisteis vosotros" (otra anécdota poco verosímil). En realidad, lo genial de Picasso no es su vida, sino su obra, ese periplo que va de un Aviñón a otro: del burdel de la calle Aviñón de Barcelona en la que descubre el cubismo hasta el Palacio de los Papas de Aviñón donde se organiza su exposición definitiva.
Desgraciadamente, ahora que ya no escandalizan las obras de los artistas buscamos escándalos en sus vidas. Así, en el cincuentenario de su muerte que se conmemora estos días llega en un mal momento, en medio de una de esas epidemias de moralismo que sacuden a Occidente cíclicamente desde hace siglos. Se le reprocha a Picasso lo que antes se encontraba fascinante: lo que se veía como amor libre es ahora una forma de abuso sexual, su independencia y entrega a su obra se entienden ahora como egoísmo (ambas cosas son verdad), su fascinación por el arte africano ha pasado a ser apropiación cultural, su vejez agresivamente sensual resulta ahora rijosa, el viejo sátiro convertido en viejo verde. Es una forma de ignorancia similar a la de los que hace años decían que no sabía pintar. No, no es que la estética deba estar por encima de la ética, sino que tanto la una como la otra están igualmente sometidas a modas superficiales.
Solo puedo decir que cuando llegó el Guernica a España fui a verlo al Casón del Buen Retiro. Allí estaba tras un grueso cristal antibalas. Ni Picasso es mi pintor favorito, ni el Guernica es mi obra preferida de Picasso, pero el hecho es que , al entrar en el salón y verlo en persona, me ocurrió algo extraño. Con un gesto automático perdido desde los días de mi infancia, sin querer me santigüé. Creo que era la reverencia por el arte, que actúa como un instinto irrefrenable.
Miguel-Anxo Murado. La voz de Galicia, 9 de abril de 2023.
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