Marcello, el más estimulante de los nuevos cineastas italianos junto a Alice Rohrwacher, rodó esta película después de su adaptación de la novela de Jack London Martin Eden, en la que el director formado en Nápoles y forjado en el documental, llevaba a la ficción su romántico fervor de archivista y arqueólogo del cine y demostraba la capacidad evocadora de un lenguaje hecho de viejos retales de celuloide. Marcello dirigió poco después, ya en pandemia y en Francia el documental Para Lucio, interesantísima indagación en el cantautor Lucio Dalla, para embarcarse después, ya en pandemia y en Francia, en la película que ahora se estrena tras inaugurar hace un años la Quincena de Realizadores de Cannes.
Llena de referentes literarios infantiles deconstruidos -de brujas y monstruos buenos y solitarios frente a mezquinos aldeanos al mito de La bella y la bestia o el de Caperucita Roja-, Scarlet es también un canto (literal, pues la película además tiene mucho de musical) a esa plasticidad visual del celuloide que nos niega la pulcritud digital. La historia de un padre carpintero que regresa de la guerra para encontrarse viudo con su pequeña hija se transformará en cuento de hadas en el que el padre, interpretado por Raphaël Thierry, es un hombre cuyo aspecto tosco esconde su delicada naturaleza.
En sus brutas manos no solo crece una niña preciosa (encarnada ya de adulta en la enigmática debutante Juliette Jouan) sino todo tipo de juguetes y artesonados capaces de reconstruir una historia que arranca con los hombres volviendo del barro de la Gran Guerra.
Con un reparto que incluye a la maravillosa Noémie Lvovsky en un papel de matrona -bruja-hada, y a Louis Garrel de aviador-príncipe azul, Scarlet no logra la altura de Martin Eden pero si irradia una reconfortante vitalidad.
Elsa Fernández-Santos. El País, viernes 14 de abril de 2023.
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