Como el enigma que desprenden las siluetas tras el papel de un biombo japonés, los encantos del país del sol naciente han hechizado a los franceses desde hace más de un siglo. Los rastros del embrujo están desperdigados a lo largo y a lo ancho de París. Ciudad anfitriona de pintores impresionistas y comerciantes de telas finas, de poetas surrealistas y filántropos soñadores, y de banqueros curiosos, que del trasegar de sus viajes arrastraron consigo el discreto exotismo de la nación oriental. Como el financiero alsaciano Albert Kahn, quién reprodujo, a finales del XIX, un pueblecito nipón en el jardín de su mansión de Boulogne-Billancourt, rincón privilegiado del este parisiense arropado por al naturaleza y bordeado por el Sena. El príncipe y la princesa Ritashirakawa, huéspedes en un par de ocasiones, debieron quedar deslumbrados por la minuciosidad con la que Kahn (1860-1940) recreó el salón de té, una padoga y un templo conectados por senderos y un estanque donde flotan las hojas de los cerezos. También enormes nenúfares, como los que pintó Monet, otro enamorado de la cultura oriental, quien atesoró en su casa de Giverny una riquísima colección de ukiyo-e (estampados japoneses). Probablemente no haya mejor momento que mayo para visitar el ahora Museo Albert Kahn. Las magnolias están en flor en la parcela trasera donde quiso recrear una metáfora del mundo que más amaba. Plantó un jardín francés. Otro de estilo inglés. Un impresionante invernadero-rosal y una recreación de los bosques de los Vosgos de su infancia. Todo esto con la única voluntad de congregar a "todos los espíritus reflexivos del mundo, en un lugar donde las ideas, los sentimientos y la vida de los diferentes pueblos entraran en comunicación". Para eso recorrió casi todos los continentes.
Camilo Sánchez. El País, 30 de abril de 2015.
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