lunes, 2 de abril de 2018

La disculpa imposible

Fotograma de El insulto
No pocas veces las vidas se hunden por una nimiedad. Un pequeño accidente, una discusión absurda, una casualidad, un malentendido. Un golpe del destino que por culpa de nuestro orgullo, y de un equivocado planteamiento hacia el fácil arreglo, va degenerando en grave problema, más complicado de erradicar, que revela prejuicios, traumas interiores o resentimiento del pasado. El insignificante chispazo de El insulto, interesantísima parábola política y social de Ziad Doueiri, reciente candidata al Oscar a la mejor película de habla extranjera, lo produce el canalón de una casa. Uno de esos conflictos vecinales donde el absurdo cotidiano puede llevar a la perdición. Un chorro de agua mal encauzado desde el balcón de la casa de un cristiano libanés, que acaba cayendo sobre el capataz de una obra, y palestino. Un cuento de horror histórico y religioso, una tragedia familiar, un drama judicial que, desde lo más pequeño alcanza lo más grande. Y, como toda fábula, con una enseñanza moral: la disculpa es una muestra de decencia y no un motivo de debilidad.
Expuesta de un modo sencillo y explícito, y partiendo del ámbito social, la película de Doueiri adquiere, sin embargo, una enorme trascendencia en múltiples vertientes. En la política, con cargos electos que solo se implican en los problemas reales de la gente cuando no hay temor de mancharse. En la histórica del conflicto entre palestinos e israelíes, y su influencia en países vecinos, como Líbano, con una frase insultante como detonante -"Ojalá Ariel Sharon hubiera acabado con todos los palestinos " -, y varias tragedias detrás: del Septiembre Negro jordano, en aquel mes de 1970, a la masacre de Damour, durante la guerra civil libanesa, en enero de 1976. En la judicial con algo tan actual y tan universal -también aquí, en España- como el delito de odio, su necesidad, y también su peligro: "Qué será lo próximo, penar los pensamientos, castigar los sueños?". E incluso en una vertiente perteneciente a la filosofía del derecho: la violencia como hecho natural, o como hecho histórico. 
Doueiri, más allá de su evidente humanismo y de su voluntad regenerado, deja que sea el espectador, el que, en su vaivén emocional, acabe siendo juez. El árbitro de las pequeñas grandes tragedias de nuestra existencia.
Javier Ocaña. El País, viernes 16 de marzo de 2018

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