La semana pasada, en una reunión de ministros europeos, el griego Tsakalotos, buscando argumentos para sostener la necesidad de una tasa a las multinacionales digitales, le puso a su colega belga, Johan van Overtveldt, un ejemplo que implicaba crujir a impuestos el chocolate. Hubo risas en la sala y sudores fríos entre los pobres que estamos obligados a escuchar este tipo de debates. Al alcohol, al tabaco, al respirar, sí. Gravar todo eso tiene sentido, pero al chocolate que lo dejen tranquilo. Quizás la mayor decepción de mi vida de expatriado, después de asumir que no iba a trabajar en pijama desde casa y comprobar que el Manneken Pis es el Thomas Gravesen de las atracciones turísticas, fue descubrir que el chocolate belga ya no es belga. Marcas históricas como el Côte d'or (EEUU), Callebaut (Suiza), Guylian (Corea del Sur) Godiva (Turquía) o Leónidas (medio griego-chipriota), ya están en manos foráneas; y el fundador de Galler, Jean, acaba de vender el 25% que le quedaba de la compañía a la familia del jeque Hamad Bin Jassim Bin Jaber al Thani, de Qatar. La ambrosía en forma de "Chocolat Noir fourrée d'un mousse noire d'espresso" sabe algo más amargo esta semana.
En los últimos 15 años, las exportaciones de chocolate han aumentado un 117%. Es un mercado "en expansión que suponía en 2017 2.670 millones", según explicaba hace unos días Le Soir . El 80% de la producción, unas 600.000 toneladas, se dedica ya al resto del mundo. Ya no queda casi nada con capital de la tierra, Neuhaus y algunas menores. Por si fuera poco, mis favoritos, Pralibel, no hay forma de encontrarlos en Bruselas. Hasta hace poco los tenían en el Duty Free del aeropuerto, y puedo recordar hasta dos viajes innecesarios sólo para poder comprarlos. Pero ya ni eso. Somos liberales y todo eso, pero no sé cómo esperan que soportemos las huelgas y los retrasos.
Pablo Suances. Bruselas. El Mundo, martes 13 de noviembre de 2018
No hay comentarios:
Publicar un comentario