Fotograma de Un diván en Túnez |
La alegre luz de Un diván en Túnez, ópera prima de la franco-tunecina Manele Labidi Labbé, marca el tono burlón y agridulce de esta comedia de enredos, psicoanálisis y brisa mediterránea. Selma, la protagonista regresa a su país desde Francia cargando con una fotografía de Freud ataviado con un sombrero fez en la cabeza. Una imagen algo chusca del padre del diván que la joven psicoterapeuta cuelga en la azotea en la que se instalará para sacar rédito de sus estudios en París. Una consulta situada en la misma planta de un edificio, símbolo en si misma de las sombras y luces de los personajes que por allí desfilarán. Ahí, en las alturas, el espectador pasa revista a un país que se debate entre la tradición y la modernidad. El filme se sitúa justo después de la Primavera Árabe, es decir, poco antes de la ola de fundamentalismo y terrorismo que ha socavado la principal fuente de ingresos de Túnez, el turismo.
El centro de todo -y la que sostiene una película atractiva, pero irregular - es la actriz Golshiftch Farahani, conocida por su trabajo en Paterson, de Jim Jarmusch. Farahani se pone la máscara de payaso triste y taciturno. Una mujer fuera de lugar, que se viste con vaqueros y lleva el pelo corto, que rechaza cualquier gesto femenino y que parece huir siempre de algo. Ni Francia era su casa, ni Túnez le parece. Así, pese al tono de comedia con sus canciones italianas, pese a los personajes extravagantes (muchos mal concebidos), la película está atravesada por una amargura misteriosa, un desarraigo sin solución que revierte todo el sentido del filme y su final abierto. Como si la única que está pidiendo a gritos psicoanalizarse sea esta solitaria y algo naíf aspirante a Freud.
E.F.S. El País, viernes 11 de septiembre de 2020.
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