viernes, 4 de noviembre de 2022

Un Orfeo introspectivo abre la temporada madrileña

Rafael Villalobos. (Foto: Manu García)
Si el Orfeo del mito deambula por espacios imposibles, la vida y la muerte, el infierno y la bella Tracia, sus consecuencias parecen seguir marcando su recuerdo. El Orphée francés imaginado por Jean Cocteau en los veinte, con la carga emocional de la pérdida del amante Radiguet, y filmado en 1950, con el guapo Jean Marais y la misteriosa María Casares, también recorre espacios inverosímiles casi en estado de sonambulismo para concluir que su verdadero amor era la Muerte, mientras que la deseada Eurídice era un tostón de esposa. 

Philip Glass en 1993 adaptó la historia de Cocteau y llevó su fidelidad al punto de hacer su ópera en francés. Y como errar parece un destino eterno para este mito, la versión de Rafael Villalobos traslada la ópera al Nueva York de los noventa, intercambiando algunos símbolos. Se pudo ver en los Teatros del Canal (Madrid)-

Todo esto es bastante performativo, es decir, estaría bien si estuviera bien, pero no todo funciona en este montaje. Algunas cosas son poco relevantes por más que molesten, como la borrosa dicción francesa del reparto. Otras son más delicadas, como la ausencia casi total de algo que sugiera el Nueva York de la época. Eso tendría poca importancia si uno no tuviera que navegar entre el barroquismo del filme de Cocteau y la desnudez de la puesta en escena, cuando la historia, el idioma y los conflictos son los mismos. Es casi como desvestir a un santo para no vestir a otro.

Afortunadamente, lo que le ha faltado en audacia e imaginación a Villalobos, lo ha compensado con una dirección de autores eficaz y muy sugestiva por momentos, especialmente en en le final, cuando Orfeo se ve partido por el dilema de la fidelidad aburrida de Eurídice y el loco deseo de partir rumbo a no sé donde con su adorada Muerte. Dilema resuelto por la lúcida Muerte, que hace retornar a la feliz pareja a su nido; sacrificando amor y destino.

En la parte musical, Glass realizó una alfombra sonora bien tejida. No se le puede reprochar a Glass ser fiel a su marca y sí se le debe reconocer su pulso dramático musical. En el plano vocal hay cosas curiosas como algunos aromas próximos  al recitativo del Pelléas y Mélisande de Debussy, lo cual, si es cierto y no estoy alucinando, tiene su mérito. Si Glass ha impuesto sus melodías ramplonas es debido a una profesionalidad y su sentido del teatro. El equipo artístico de esta producción es solvente y logra sostener una ópera que podría haber naufragado. Hay que elogiar el Orfeo del barítono Edward Nelson y La Muerte de la soprano María Rey-Joly, ambos evocan sin menoscabo a Jean Marais y a María Casares...

José Fernández Guerre. El País, viernes 23 de septiembre de 2022.

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