El de Brissac es quizá el castillo con mayor renombre de la zona. Se alza majestuoso al lado de un coqueto lago y es todo aquello que uno piensa que debería ser una fortaleza de cuento de hadas, con sus picudas torres, salones de mármol y mobiliario llevado desde Versalles en los años 40. Es el más alto de Francia con siete plantas, y sus 200 salas lo convierten en uno de los mayores. Construido en el siglo XI y remodelado en sucesivas ocasiones, en él siguen viviendo los marqueses de Brissac y el propio marqués, un señor con aspecto elegante y aires de dandy otoñal e intelectual, nos saluda para contarnos que convive muy bien con los futuristas y que consigue mantenerlo gracias a la ayuda de los curiosos y de Dios mismo. Toca hablar de gastronomía. El país de la Loire es tierra de vinos y de quesos. Para los aficionados a lo primero, una opción es recorrer sus bodegas en una ruta que, a lo largo de mil kilómetros nos conduce por sus inmensos viñedos de fama mundial. Destacan los caldos blancos y secos, los licores y los espumosos, que no pueden llamar champán porque fueron denunciados por la región de Champagne pero que son casi mejores. Famosos por su sabor afrutado y fresco, su solera está más allá de toda duda: hay constancia de que se produce vino en la región desde el siglo I. Los quesos son un festín para los sentidos: el crottin de Chavignol, el de cabra Selles-sur-Cher o la pirámide de Valençay. Y nadie debería perderse su pescado fresco capturado en la Loire o su carne de caza.. Después de Nantes y Angers, ciudades de un cierto tamaño, Saumur nos impresiona con su belleza. A la orilla mismo de la Loire, este pequeño enclave, considerado uno de los pueblos más bellos de Francia, ofrece un paisaje de una perfección casi irreal por su maravilloso castillo del siglo X con cuatro torreones como las películas de Disney de príncipes y princesas, dominando la misma villa y el propio río, que pasa coqueto a su lado dividiendo la ciudad en dos. Llegamos un domingo de mercadillo, y en sus tenderetes encontramos maravillas a precio de ganga, desde refinados utensilios de menaje hasta pesados muebles que pertenecieron a la nobleza... Y como fin de fiesta, un lugar impresionante: la restaurada Abadía de Fontevrault, que fue monasterio durante siete siglos, desde el año 1101 hasta 1804, y después la cárcel más cruel de la época napoleónica. Un pasado contradictorio, lugar de reposo religioso y meditación y sanguinaria prisión, que da al lugar una atmósfera en la que se mezclan la quietud y el horror. Para los amantes de esa arquitectura robusta y austera de los monasterios, el lugar es una delicia y en su inmenso jardín uno siente una gran paz....
Juan Sardá. yodona.com
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