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Fotograma de Madame Marguerite. |
La piedad desternillante. La fina línea que separa lo genial de lo ridículo tiene una contrapartida en el arte, y sobre todo en la impostura que en ocasiones lo rodea: algo absolutamente estrafalario puede alcanzar la categoría de excelso si se dan diversas circunstancias; principalmente, la seriedad con la que el sujeto activo, es decir, el artista, se toma el asunto. La protagonista de Madame Marguerite es una diva de la ópera, organiza prestigiosas veladas en su mansión, con los mejores músicos, público entendido y en condiciones de maestría. Y, llegado el momento, ante el pasmo del auditorio y de los acompañantes, abre la boca y canta como una rana. No, peor, su voz es tan desastrosa que adquiere la jerarquía de lo genial. Porque, como en una versión artística del cuento de Andersen El traje nuevo del emperador, ningún miembro de la corte le dice que va desnuda, que aquello es (maravillosamente) ridículo, lo que acaba emparentándola con la autora del Ecce Homo de Borja. Inspirada en el personaje real de Florence Foster Jenkins, y ambientada con lujo en el París de principios de siglo, cuando los dadaístas organizaban veladas en los cabarets, presididas por esa fina línea entre lo sublime y lo ridículo, Madame Marguerite es apasionante. Por lo que cuenta y cómo lo cuenta: no como una extravagancia sobre una locura, sino como un relato muy serio sobre la libertad y la piedad (y aquí el plano final es su fiel reflejo), por el que subyace la tontería más absoluta, lo que lo hace más atractivo y desternillante. Encabezados por la preciosidad de personaje que es Marguerite (¿un guiño a Margaret Dumont, verdadera cuarta hermana Marx, otra insuperable lela de la que todos se reían sin que lo captase?), cada criatura del reparto de Xavier Giannoli está compuesta de modo admirable."Marguerite no merece un artículo, merece un poema". O esta magnifica película.
J.O., viernes, 1 de abril de 2016. El País
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